El espíritu de la Divina Liturgia y las razones del Motu Proprio de Benedicto XVI


Por Mons. Nicola Bux


Son numerosos los escritos sobre liturgia de Joseph Ratzinger, profesor y cardenal, pero el más reciente es “Introducción al espíritu de la liturgia”, en el que reconduce la reflexión sobre el espíritu de la liturgia cristiana a la cuestión de si ella es esencialmente adoración de Dios. Resolviendo este interrogante se entenderá el espíritu de la liturgia al cual el libro quiere introducir, comenzando por entender “qué es realmente la adoración”. El Cardenal la define como la entrega de todo a Dios, de la historia y del cosmos, a partir de nosotros mismos: ésta es la esencia del culto y del sacrificio.

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Es liturgia cósmica porque integra la creación en la redención. La concepción cósmica y alegórica de los comentadores y de los padres, desde Teodoro de Mopsuestia a Máximo el Confesor, ha caracterizado la liturgia de los orientales en particular, pero también la ambrosiana y la romana. Al menos ha sido así hasta el Vaticano II cuando una instrucción proponía que el altar estuviera puesto de modo que se celebre la segunda parte de la Misa – en sustancia, la anáfora- “vueltos hacia el pueblo” y no más hacia Oriente, como hasta entonces hacían todas las liturgias y aún hoy continúan haciendo los orientales. Precisamente porque la liturgia habla a través de los símbolos, Ratzinger no deja de señalar que en su base está la concepción cósmica y de desear la recuperación de la “tradición apostólica de la orientación hacia el Oriente de los edificios cristianos y de la misma praxis litúrgica, al menos donde esto sea posible”, se puede pensar por lo menos en los nuevos edificios de culto. La imagen bíblica y patrística del cielo sobre la tierra, desciende con la Eucaristía sobre el altar: es admirable la reflexión de Ratzinger sobre la relación de ésta con el altar, “el lugar del cielo abierto”. ¿No ha dicho el Concilio, en línea con la Tradición, que el altar es Cristo?

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Para los orientales, el altar es Su cuerpo y, a la vez, Su sepulcro. Por esta razón, siempre está revestido de manteles, en la liturgia romana también, con un frontal, en la bizantina con un velo, casi una túnica, sobre los cuatro lados. El altar no es principalmente una mesa sino una alta res, un lugar alto para el sacrificio del Cordero: se convierte en mesa sólo después de haber sido cuna, cruz y sepulcro. El Cordero inmolado y resucitado prepara la mesa de su carne.

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Tabernáculo y altar: un conflicto falso. Basándose en la ‘teoría del primer milenio’, según la cual todo aquello que la Iglesia ha realizado en ese período debe ser re-propuesto tal cual era, algunos liturgistas dicen que la Eucaristía debe ser comida y no contemplada. Y aquí el Cardenal observa: “La Eucaristía no es, en absoluto, un ‘pan corriente’… ‘Comerla’ es un proceso espiritual que abarca toda la realidad humana. ‘Comerla’ significa adorarla. Significa dejar que entre en mí de modo que mi yo sea transformado y se abra al gran nosotros, de manera que lleguemos a ser “uno solo” con Él (Gal. 3, 17). De esta forma, la adoración no se opone a la comunión, ni se sitúa paralelamente a ella: la comunión alcanza su profundidad sólo si es sostenida y comprendida por la adoración”.

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En realidad, en el primer milenio San Agustín dice que no se puede comer la Eucaristía sin antes haberla adorado. Esto debe llevar a rever extrañas teorías acerca del conflicto de signos entre el tabernáculo y el altar de la celebración eucarística: relación que la teología medieval había profundizado bien. La Eucaristía es presencia escatológica – en el tabernáculo, “el Señor me pone en camino hacia su segunda venida” – y no cronológica, es decir, no circunscrita a la Misa; en todo caso nosotros en la Misa “actualizamos”, o bien nos hacemos presentes a nosotros mismos ante el misterio de Su presencia permanente. ¿Sería presencia divina la que ocurre como respuesta a la evocación humana? ¿O más bien magia idolátrica? El sentido del término actualización es comprensible sólo en la relación entre la memoria de la muerte del Señor y la espera de su venida, porque él viene en la Iglesia que aclama elevando el cáliz: Bendito el que viene… Es el sentido dinámico y permanente de la Encarnación del Verbo.

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El arte cristiano sin la Encarnación: a propósito de esto medita en el capítulo dedicado a la cuestión de las imágenes donde llama la atención sobre la función central de la Encarnación. El “descenso de Dios” ha sucedido y sucede “para atraernos en un proceso de ascensión”. “Sólo se entenderá bien la Encarnación si se percibe en esa tensión más amplia que existe entre la creación, la historia y el nuevo mundo”. ¿Qué decir de un cierto espiritualismo, hoy en en boga, que mortifica los sentidos, que reprueba al apóstol Tomás que quería creer viendo? Jesús por eso se ha hecho ver – como a los otros apóstoles – (por otro lado, ¿por qué el Verbo se habría hecho hombre?). ¡No es que con la Resurrección Dios haya cambiado de método! Como ha dicho León Magno, lo que era visible del Señor ha pasado a los sacramentos. Tomás fue reprendido por no haber creído a los inicios de la traditio apostolica, no ha creído en lo que ellos habían visto: los otros apóstoles habían visto, tocado y comido con el Señor ocho días antes y lo habían relatado a Tomás que estaba ausente. Por eso, felices los que, sin haber visto, creen… o creerán. ¿En qué? En aquello que los otros han visto antes que ellos y han transmitido. Pablo, precisamente sobre la Eucaristía, dice en 1Cor. 11,23: “yo recibí del Señor lo que os he transmitido”. Esta es la tradición apostolica de la cual la liturgia es parte integrante (los primitivos documentos litúrgicos llevan, a menudo, este título). Luego, la liturgia misma no tendría sentido sin los sentidos. Por eso Ratzinger recuerda que “los sentidos no deben ser eliminados, sino ampliados hasta su máxima posibilidad” y que para los padres orientales “Dios es radicalmente trascendente en su esencia, pero en su existencia ha querido y ha podido presentarse como viviente. Dios es el totalmente Otro, pero es lo suficientemente poderoso como para poder manifestare. Y ha hecho a su criatura de modo que sea capaz de verlo y amarlo”. Admitámoslo: las nuevas iglesias tal vez serán funcionales pero no son capaces de transmitir la Belleza de Dios, por eso, raramente son bellas. Entonces, es necesario pedir “el don de una nueva visión”.

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“Por eso, todos deberíamos estar preocupados de conseguir nuevamente esa fe capaz de contemplar. Allí donde esto ocurre, el arte encuentra también su justa expresión”. Un ejemplo: en el tiempo pascual se insiste mucho sobre el simbolismo del cirio y la idea de la luz, pero no basta; el arte ha desarrollado maravillosas representaciones del Resucitado. Han sido suprimidas. Se olvida, sobre todo hoy, que el hombre tiene necesidad de una imagen delante de él, no de una idea.



La gnosis de la música litúrgica: recordando el encuentro de la Iglesia de los orígenes con el mundo griego, el cardenal señala el riesgo de que poesía y música hicieran que el acontecimiento cristiano se disolviera en una especia de mística general, como pasó en los primeros siglos, convirtiéndose en “la puerta de entrada de la gnosis”. Así, el Concilio de Laodicea con el canon 59 prohibía el uso de composiciones privadas y no canónicas. El culto cristiano es lógico: es decir, está ligado al Logos. Sólo el espíritu que reconoce a Jesús como el Señor venido en la carne –dicen Pablo y Juan – es espíritu verdadero, de lo contrario es espíritu erróneo. No pocos músicos y compositores se preguntan si los himnos y las melodías que entran en nuestras iglesias tienen presente este criterio. ¿No estamos en presencia de una decadencia romántica y subjetiva indiferenciada?

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¿Qué es la participación activa? Han corrido ríos de tinta. Cuando algunos liturgistas quieren defender una de sus ideas o gustos, dicen: la gente debe participar. Se trata de un neoclericalismo que ha contagiado a los laicos de las sacristías. La participación se ha convertido en una “vexata quaestio”. Sin embargo, en la liturgia romana existe el concepto del facti participes, es decir, ser hechos partícipes de una acción que no es nuestra, incluso si se realiza en un discurso humano, porque Él se ha hecho Palabra y Carne: “La verdadera acción de la liturgia, en la que todos nosotros hemos de tener parte, - dice luego Ratzinger - es la acción de Dios mismo. Ésta es la novedad y la singularidad de la liturgia cristiana: Dios mismo es el que actúa y el que hace lo esencial”. Sin la conciencia de ser hechos partícipes, las “actitudes” a asumir en la liturgia son puramente inútiles. He aquí uno de los motivos por los cuales la principal actitud de adoración, compartida por católicos y ortodoxos pero también por judíos y musulmanes, la proskynesis, la postración o el arrodillarse, ha sido casi proscripta. Es extraño que tantos liturgistas, tan atentos al reivindicar el primado de las Escrituras, hayan descuidado “la importancia central que este gesto tiene en la Biblia y que puede deducirse, concretamente, de un hecho: sólo en el Nuevo Testamento, la palabra proskynein aparece cincuenta y nueve veces, veinticuatro de ellas en el Apocalipsis, el libro de la liturgia celeste, que se le presenta a la Iglesia como el punto de referencia de su liturgia”.

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Si la liturgia cristiana no es, ante todo, el culto público e integral, la adoración de Dios, el Apocalipsis no puede ser el typikon, el libro normativo, como dicen los bizantinos. De lo contrario, ¿de dónde deberían sacar su fuerza vinculante las editiones typicae de los distintos libros litúrgicos? Es un derecho divino, y no preceptos humanos, aquello que la liturgia afirma y pide observar: “La liturgia cristiana es, precisamente por esto, liturgia cósmica, por el hecho de que dobla sus rodillas delante del Señor crucificado y ensalzado. Y éste es el centro de la verdadera cultura, de la cultura de la verdad. El gesto humilde con el que caemos a los pies del Señor, nos inserta en el verdadero camino de la vida, en armonía con todo el cosmos”. Hemos elegido este gesto entre todos, quizás el más importante y también ecuménico e… interreligioso.

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“Cuando se aplaude por la obra humana dentro de la liturgia, nos encontramos ante un signo claro de que se ha perdido totalmente la esencia de la liturgia, y ha sido sustituida por una especie de entretenimiento de inspiración religiosa”. Quién sabe qué habrán pensado los lectores… ¿Algún obispo tendría la valentía de ir contra la tendencia en la educación de los fieles? Otra cosa es la fiesta mundana que puede venir después de una liturgia de bautismo y comunión, matrimonio y ordenación: el cardenal considera esta costumbre “típicamente católica”, con tal que prevalezca la sobriedad. Pero la fiesta más espontánea surgida de la liturgia es la piedad popular. Algunos podrían considerar extraño que en el ámbito de la liturgia, que etimológicamente significa “acción del pueblo”, no se haya logrado y no se logre, con todas las adaptaciones, contener e interpretar el genius loci, a pesar de tanto hablar y hacer inculturación. No hay de qué asombrarse: es casi un ping pong entre el clero, que de todos modos pilotea la liturgia, y el pueblo, que expresa, no sin equívocos, la piedad. Observa Ratzinger: “Hay que reconocer que la piedad popular tiene una importancia particular como puente entre la fe y las diversas culturas. Se debe por sí misma, y de forma inmediata, a cada cultura. La piedad popular ensancha el mundo de la fe y le da su vitalidad en sus respectivos contextos vitales. Es menos universal que la liturgia, que une los grandes espacios en la unidad de la fe y abarca las distintas culturas”. Liturgia y piedad popular son los dos pulmones de la fe y de la vida del pueblo cristiano. No obstante aquello que piensan ciertos teólogos e intelectuales, la piedad popular es, desde siempre, el lenguaje del pueblo de Dios, y la liturgia debe siempre saber inculturarse, como se dice hoy.

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La piedad popular es una parte fundamental y visible de la inculturación de la fe. Sin embargo, es despreciada por no pocos liturgistas y pastoralistas, los mismos que son paladines de la inculturación pero de las culturas exóticas, a menudo no cristianas, con todas las dificultades que esto implica. Entonces, en el surco de la bimilenaria tradición de la Iglesia, el libro escrito por Joseph Ratzinger vuelve a proponer, sobre los pasos de Romano Guardini y de otros grandes liturgistas del siglo XX, el espíritu de la liturgia cristiana (que no debe confundirse con otras liturgias profanas) como introducción al Espíritu Santo: nuestra alma se adhiere al Cuerpo de Cristo – se reviste de Cristo – (puede verse la reflexión sobre la teología de las vestiduras y del cuerpo en el último capítulo del libro). Aún antes de la resurrección, nuestra alma “entra en el Cuerpo de Cristo que se convierte, por decirlo así, en nuestro cuerpo, al igual que nosotros debemos convertirnos en Su Cuerpo”. Con la Eucaristía, que es la única Divina Liturgia, “futurae gloriae nobis pignus datur”.

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El Motu Proprio Summorum Pontificum



De todo lo dicho hasta aquí, se podrían deducir ya las razones del Motu Proprio Summorum Pontificum. Sin embargo, nos acercaremos más a él: es un acto legislativo específico, como resulta del mismo documento y también de la carta que Su Santidad Benedicto XVI ha escrito a los obispos acompañando las nuevas disposiciones. Por usar una expresión teológica, el Motu Proprio constituye un importante ejercicio de su munus regendi, es decir, del poder propio de la jerarquía católica, con el Papa a la cabeza, de gobernar la Iglesia. Por lo tanto, el objetivo “doctrinal” del documento pontificio puede resumirse en tres puntos: favorecer la reconciliación interna en la Iglesia; ofrecer a todos la posibilidad de participar en la forma extraordinaria, considerada un tesoro que no debe perderse; garantizar el derecho del pueblo de Dios – los sacerdotes, los laicos, y los grupos que lo pidan – al uso de la forma extraordinaria.

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La Pontificia Comisión Ecclesia Dei debe vigilar y promover su realización en diálogo con los obispos, sacerdotes y fieles laicos, respondiendo a las numerosísimas cartas que contienen consideraciones y presentan dificultades. Sin embargo, por las informaciones aparecidas en los medios, parece necesario dar ulteriores clarificaciones sobre algunos puntos y respuestas a varias preguntas. Con este fin, será publicada una Instrucción específica. Pero principalmente es necesario conocer la interpretación que el Santo Padre mismo ha dado en la carta que acompañó el Motu Proprio.

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A) Las líneas doctrinales y disciplinares del Motu Proprio



Para quitar el temor de que, restableciendo el Misal Romano en su última edición de 1962, fuera menoscabada la autoridad del Concilio, en base al cual Pablo VI publicó el nuevo Misal, la carta afirma que se trata de dos redacciones consiguientes, como otras veces ha ocurrido en los siglos, en el desarrollo del único rito. En efecto, quien conoce la historia de los libros litúrgicos, sabe que en ocasión de su reedición, fueron enmendados y enriquecidos con formularios para Misas, bendiciones, etc. Por eso, los dos misales no pertenecen a dos ritos. Es una respuesta a cuantos, desde derecha e izquierda, habían afirmado que el antiguo rito romano había muerto con la reforma litúrgica y que había nacido otro en total discontinuidad. Una ruptura precisa y verdadera. Es interesante notar esta coincidentia oppositorum.

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Para entender las razones opuestas, pueden verse, por ejemplo, los escritos de Klaus Gamber y Aníbal Bugnini. Cuando en 1970 fue publicado el Novus Ordo Missae, se pensaba que el Misal de 1962 sería usado sólo por pocos y que el problema se resolvería caso por caso. No ha sido así: el uso del Misal de 1962 ha ido bastante más allá de los grupos tradicionalistas, los nostálgicos y los ancianos, “se ha visto claramente que también personas jóvenes descubren esta forma litúrgica, se sienten atraídos por ella y encuentran en la misma una forma, particularmente adecuada para ellos, de encuentro con el Misterio de la Santísima Eucaristía”. Ha nacido la necesidad de un reglamento jurídico, mediante el Motu Proprio, también para ayudar a los obispos a ejercer, en un modo católico, la tarea de moderadores de la Liturgia en la Iglesia particular. Para disipar un segundo temor, de desórdenes y divisiones en la comunidad parroquial, el Papa señala que no tiene fundamento, porque el uso del Misal antiguo presupone un cierto nivel de formación litúrgica y un acceso a la lengua latina: cosas no tan frecuentes en la realidad de los fieles. Por eso, el nuevo Misal permanece válido para el uso ordinario, y el antiguo para el uso extraordinario.

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Las exageraciones pueden existir, sea de parte de los fieles vinculados al antiguo, sea de parte de aquellos que aman la novedad siempre y de cualquier modo, como es el caso de los sacerdotes “creativos”. El modo de evitarlas es el uso aconsejado – no obligado – de ambas formas, a los unos y a los otros. Porque se puede prever que deberán enriquecerse recíprocamente o “contaminarse” en el buen sentido, en especial la nueva si recupera la sacralidad y la reverencia “de acuerdo con las prescripciones” en ella contenidas y que harían visible “la riqueza espiritual y la profundidad teológica de este Misal”. Así ha ocurrido en la historia de las liturgias orientales y occidentales, por ejemplo, entre la antioquena y bizantina, o entre la romana y la alejandrina. Después de haber mostrado la falta de fundamento de los temores, la carta presenta la razón positiva, se podría decir, el verdadero objetivo “doctrinal”: “Una reconciliación interna en el seno de la Iglesia… hacer todos los esfuerzos para que a todos aquellos que tienen verdaderamente el deseo de la unidad se les haga posible permanecer en esta unidad o reencontrarla de nuevo”. ¿No ha dicho Jesús: que sean una sola cosa para que el mundo vea y crea? ¿Quién podría objetar algo a esto? Sin embargo, hay quien no comparte la siguiente afirmación de la carta: “No hay ninguna contradicción entre una y otra edición del Missale Romanum. En la historia de la Liturgia hay crecimiento y progreso pero ninguna ruptura. Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser improvisamente totalmente prohibido o incluso perjudicial. Nos hace bien a todos conservar las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y de darles el justo puesto”. Es una advertencia a los unos y a los otros para que reencuentren el equilibrio.

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En cuanto a la autoridad del obispo, nada se quita: debe vigilar y moderar – nunca, como en este caso, tiene tanto sentido el término moderador- “en total armonía con cuanto fue establecido por las nuevas normas del Motu Proprio”. Podría decir que tal moderación consiste en favorecer el enriquecimiento de unos y otros, como he mencionado antes. En efecto, hacia el final de la carta se dice que aquellos que celebran con el antiguo Misal deberían celebrar también con el nuevo. No es una obligación sino una sugerencia, mientras que sí es obligatorio el respeto por ambos usos. En consecuencia, quien celebra según el uso antiguo debe evitar menospreciar el otro uso, y viceversa. Por lo tanto, no está admitido un rechazo a celebrar el nuevo uso por motivaciones de principio porque no sería signo de comunión el negarse, por ejemplo, a concelebrar con un obispo que intentara hacerlo según el nuevo Misal. La Iglesia no es una monarquía hereditaria y, por tanto, en línea de principio ningún Papa está vinculado a las decisiones de su predecesor, porque se van creando situaciones nuevas. Pero el Santo Padre ha pedido a los obispos un informe para evaluar la situación de aquí a tres años, y que se abran espacios también para las comunidades interesadas, sea de fieles laicos o de religiosos que se sientan vinculados a la tradición, sobre todo aquellos que permanecen en comunión con Roma, para demostrar con su conducta que quieren verdaderamente alcanzar la concordia y la reconciliación. Sería paradójico que la Misa, cuyo momento culminante es la Eucaristía, sacramento por excelencia de la unidad y de la paz, terminara convirtiéndose en signo de división, de discordia y, por consiguiente, llevar a la confrontación.

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Agregaría que tanto para los seguidores de monseñor Lefebvre como para los partidarios de los abusos en la liturgia renovada, se trata de una importante ocasión para demostrar, con gran humildad y sencillez, su intención de abandonar: los primeros, la postura de separación, volviendo a la plena comunión católica con Roma sin ningún deseo de revancha que no es un sentimiento cristiano; los segundos, los actos de manipulación de la liturgia, que no es de su propiedad, celebrándola en espíritu católico porque pertenece a toda la Iglesia. Sería el signo de que el Motu Proprio ha logrado un resultado importante, de acuerdo a lo que deseaban los primeros, es decir, que la liberación del antiguo rito sea propedéutica para la plena reconciliación, y a lo que afirmaban los segundos, es decir, que la nueva liturgia contiene y desarrolla la antigua, de los Sacramentarios y Ordines romanos. Más allá de las formas rituales, no hay que olvidar, como oportunamente señala también el Santo Padre en su carta, que la sustancia de la Liturgia es la reverencia y la adoración de Dios, ese Dios que está presente en la Iglesia. No se debe reducir la naturaleza de la Liturgia a una disquisición sobre las formas: la verdadera cuestión es si la liturgia, antigua y nueva, ayuda verdaderamente a dar el debido culto a Dios en las formas más apropiadas, en espíritu y en verdad.

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B) Un poco de historia



Es curioso que el antiguo rito sea observado tanto por los amantes de la tradición como por los amantes de la innovación: unos para conservar, otros para renovar. ¿No afirman estos últimos que nueva liturgia ha tomado antiguos ritos caídos en desuso (como, por ejemplo, la oración de los fieles y la concelebración)? Entonces es justo que la carta haga un poco de historia para deducir en síntesis algunos principios doctrinales de la Liturgia Católica.

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1- Los Papas, desde los orígenes hasta el día de hoy, han cuidado el culto que la Iglesia debe ofrecer a la Divina Majestad para que fuese un culto digno, “para alabanza y gloria de Su nombre” y “para nuestro bien y el de toda su Santa Iglesia”. Se recuerda, entonces, el principio a observar (cfr. Instrucción general del Misal Romano, III Editio typica, n. 397) acerca de la concordancia entre doctrina, signos y usos de la Iglesia particular con la universal, “para que la ley de la oración de la Iglesia corresponda a su ley de fe”.



2- La figura que más se destaca es la de san Gregorio Magno, el cual “ordenó que fuera definida y conservada la forma de la sagrada Liturgia, relativa tanto al Sacrificio de la Misa como al Oficio Divino, en el modo en que se celebraba en la Urbe”. Porque él, en cierto sentido, confió a los Benedictinos tanto la difusión del Evangelio como la realización de la Regla en la que se recomienda: “Nada se anteponga a la obra de Dios” (cap. 43), lo que permitió que la liturgia romana enriqueciera la fe, la piedad y la cultura de muchos pueblos. Después de san Gregorio, otros Pontífices continuaron esa obra: en particular san Pío V, que según la exhortación del Concilio de Trento, “renovó todo el culto de la Iglesia, revisó la edición de los libros litúrgicos enmendados y renovados según la norma de los Padres y los dio en uso a la Iglesia Latina". Entre estos, especialmente el Misal Romano.



3- Después de la actualización y la definición de ritos y libros litúrgicos por parte de otros Pontífices como Clemente VIII y Urbano VIII, llegamos a la reforma general del siglo XX con san Pío X, Benedicto XV, Pío XII y el beato Juan XXIII. Por último, el Concilio Vaticano II “expresó el deseo de que la debida y respetuosa reverencia respecto al culto divino, se renovase de nuevo y se adaptase a las necesidades de nuestra época”. Movido por este deseo, Pablo VI “aprobó en 1970 para la Iglesia latina los libros litúrgicos reformados, y en parte, renovados”. Fueron bien acogidos por los obispos, sacerdotes y fieles en el mundo. Juan Pablo II ha revisado la tercera editio typica del Misal, o sea, su reedición actualizada. El objetivo de este trabajo es el esplendor, por su dignidad y armonía, de la liturgia como culto católico rendido a Dios uno y trino.



4- Pero el hecho de que en algunas regiones, no pocos fieles continuaban adhiriendo “a las anteriores formas litúrgicas, que habían embebido tan profundamente su cultura y su espíritu”, animaron a Juan Pablo II en 1984 a emanar un Indulto de la Congregación para el Culto Divino que daba facultad de usar el Misal de 1962; y en 1988, con el Motu Proprio Ecclesia Dei, exhortó a los obispos “a utilizar amplia y generosamente esta facultad a favor de todos los fieles que lo solicitasen”. Este es el antecedente que ha llevado a Benedicto XVI, también después de la insistencia de muchos fieles y luego del Consistorio del 22 de marzo de 2006, “tras haber reflexionado profundamente sobre cada uno de los aspectos de la cuestión, invocado al Espíritu Santo y contando con la ayuda de Dios”, a establecer en 12 artículos las normas a seguir por los obispos y los fieles.



En síntesis:



1. Una sola es la lex orandi de la Iglesia Católica de Rito latino, pero son dos sus expresiones que no llevan, en modo alguno, a la división de la lex credendi de la Iglesia; es decir, un solo rito en dos usos: ordinario y extraordinario. El Misal romano precedente no ha sido nunca abrogado.



2. La Misa antigua es, en su estructura esencial, la de san Gregorio Magno, sobre todo el Canon Romano. Se dirige a todos y la puede celebrar cualquier sacerdote en comunión con la Iglesia Católica, sin ningún permiso de la Santa Sede o del obispo diocesano. Debe ser ofrecida a todos y cualquiera puede participar, sin límite de número. Lo mismo se dice para el bautismo, matrimonio, penitencia y unción. Las fórmulas antiguas de la confirmación y del orden sagrado siguen siendo válidas. Igualmente, para el oficio divino.



3. Las lecturas se pueden proclamar en lengua vernácula, según el Misal de 1962.



4. Los fieles que no obtienen la satisfacción a su pedido por parte del párroco, deben informar al obispo. Si tampoco él estuviera en condiciones de proveer, deben dirigirse a la Pontificia Comisión Ecclesia Dei que ejerce la autoridad de la Santa Sede, vigilando sobre la observancia y la aplicación de las disposiciones. Por lo tanto, el Motu Proprio pone al antiguo rito junto al nuevo, no lo sustituye; permanece como facultativo, no obligatorio. No quita ni agrega: expresa la unidad en la variedad. Es un enriquecimiento que debe sanar las heridas causadas por la ruptura de la comunión y llevar a la reconciliación interna en la Iglesia, superando las interpretaciones del Concilio que han llevado a “deformaciones de la liturgia al límite de lo soportable”.

C) Las interpretaciones incorrectas del acto papal



Después de la publicación del Motu Proprio, se han dado no pocas interpretaciones incorrectas de parte de algunos exponentes eclesiásticos, religiosos y laicos: el presupuesto común es que, hasta el Concilio, la Iglesia estuvo frenada y sólo entonces se puso en camino; de este modo, la Tradición es puesta en oposición al progreso.

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Me pregunto, ¿tradere no significa transmitir algo de una generación a otra, un contenido de una época a otra? En nuestro caso, ¿no es todo el conjunto de gestos y de textos litúrgicos? Entonces, ¡se puede decir que la Tradición es, en cierto sentido, también progreso! Si la reforma litúrgica postconciliar hubiera tenido la intención de proponer a los sacerdote elegir, de dentro de la Tradición, qué conservar y qué desechar, hubiera realizado una herejía. No parece así si vemos los numerosos licet y possit que recubren las rúbricas litúrgicas del misal de Pablo VI. El Motu Proprio de Benedicto XVI quiere permitir una opción más, o mejor, reafirmar que la antigua liturgia no ha sido nunca abolida, en cuanto que es plenamente católica. Se puede decir que el Misal de 1962, actualizado por el Papa Juan, no puede ser contrapuesto al Misal de Pablo VI publicado ocho años después, sino que deben ser considerados juntos como una riqueza: el primero pertenece a la regula fidei como expresión extraordinaria y no excepcional, junto a la expresión ordinaria y normal. Precisamente: “dos usos del único rito romano”. La autoridad del Concilio no debe ser menoscabada y la reforma litúrgica no debe ser puesta en duda, ni por quienes se sienten más cercanos a la forma antigua codificada en el Misal de 1962, ni por quienes prefieren el de 1970.

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Es evidente que lo ordinario no es igual a lo extraordinario pero sería extraño que nosotros viviéramos sólo del primero y no tuviéramos necesidad del segundo. Por eso, es equivocado considerar que esta nueva disposición ha sido promulgada para los “tradicionalistas” porque el intento del Motu Proprio es que todos en la Iglesia miren al rito antiguo, es más, que los sacerdotes puedan celebrarlo y los fieles participar en él. Un fiel oriental que va a la iglesia puede asistir al rito del Crisóstomo o de Basilio, según los tiempos litúrgicos. Análogamente, las diócesis católicas no deben limitarse a atender los pedidos sino que deben ofrecer la posibilidad.

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¿Por qué considerar ignorantes de la Escritura y de la Liturgia y alimentados, sobre todo, de devociones, a aquellos que desean volver al antiguo rito, casi como si los que participan en la nueva liturgia fueran más instruidos? Basta leer ensayos y artículos de liturgistas para descubrir, al respecto, continuas insatisfacciones y lamentos, en relación al vasto pueblo de Dios. Por otro lado, de la liturgia como bandera de identidad se han servido no sólo algunos tradicionalistas para afirmar el fundamentalismo católico sino muchos progresistas para reivindicar una autonomía de signo protestante y no-global (basta ver las banderas de la paz en las iglesias y delante de los altares). La instrumentalización política y cultural de la Misa o su reducción a folklore o espectáculo ha sido realizada por unos y otros. La no recepción del Concilio – pienso en la autoridad del Papa Pablo VI – ocurría en el post-concilio, sobre todo de parte de los progresistas. Ciertas nuevas comunidades monásticas, ¿no han privilegiado liturgias donde el tiempo para la palabra bíblica es superior al de la celebración eucarística y donde se acentúa la dimensión comunitaria de la Misa en perjuicio de la dimensión sacrificial? El Concilio nunca ha imaginado desequilibrios de este tipo. Y muchos se preguntan cómo el antiguo rito es buscado por jóvenes – como dice el Papa en el Motu Proprio – a pesar de no haberlo conocido nunca.

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¿Es reductible a un gusto personal? Dejando aparte los casos extremos de “misas beat” donde el sacerdote baila, “misas revolucionarias” como en Colombia donde el sacerdote con estola empuña la metralleta en una mano y el misal en otra, “misas carnaval” en oratorios salesianos donde los celebrantes se ponen la máscara de payaso, “misas pic-nic”, etc., ¿no sucede que se asiste a Misas donde el sacerdote sustituye las lecturas con otras no bíblicas, cambia artículos del Credo, modifica la plegaria eucarística? ¿A qué se deben si no es al arbitrio? ¿Interpretan bien la reforma litúrgica? ¿O se han entregado al subjetivismo y al relativismo, más aún, a la caricatura y la profanación en la liturgia? Todo esto es atribuido al Concilio, interpretado como ruptura tanto por unos como por otros, pero en sentido igual y contrario. Simplificando: los lefebvristas consideran que la “Iglesia pre-conciliar” ha sido traicionada por el Concilio mientras que los seguidores de la escuela de Bolonia consideran que la “Iglesia post-conciliar” ha traicionado al Concilio. Un exponente de estos últimos ha definido al Motu Proprio “una burla al Vaticano II”, ignorando que el rito romano antiguo se celebraba durante el Concilio y todavía algunos años después. Es la hermenéutica de la discontinuidad o de la ruptura, según Benedicto XVI. Es extraño que aquellos que han hecho de Juan XXIII el símbolo del progresismo, se opongan al Misal romano por él actualizado y ahora en auge para la celebración del rito antiguo. Los dos Misales están para demostrar que, más allá de las formas, la identidad de la Iglesia continúa siendo la misma. No se puede elegir la Iglesia o la Misa que más me agrada. Por el contrario, se debe permitir a todos sentirse en la única Iglesia Católica participando en el antiguo y en el nuevo rito. Éste es el criterio no subjetivo al que llama el Motu Proprio. Censurar a los tradicionalistas porque se consideran “salvadores de la iglesia romana” no sirve de parte de aquellos que se creen profetas de la iglesia que vendrá. No, el Motu Proprio quiere humildad de unos y de otros: la Iglesia no ha comenzado con el Concilio Vaticano II sino con los Apóstoles y ha atravesado los siglos para que nosotros la recibiéramos íntegramente, en comunión de fe y de amor con todas las generaciones de cristianos. La Iglesia es juntamente jerarquía y pueblo, imagen de la asamblea celestial como la representa la Liturgia oriental siguiendo la doctrina de Dionisio Areopagita: la Liturgia del cielo sobre la tierra. Entonces, si fuese cierto que el rito antiguo privilegia una dimensión personal, devocional y estética, entonces se debería observar que el nuevo rito se excede en comunitarismo, en participacionismo sin devoción y en espectacularidad. Se sostiene, además, que la primera forma no permitía un culto espiritual, por lo que se ha debido cambiar hacia la que ha surgido de la reforma conciliar: pero así se contradice porque se cae en la contraposición entre pre y post Concilio que era negada y atribuida a los tradicionalistas. Se acusa, luego, a la Liturgia tridentina de ser “dionisíaca” (¿en el sentido de Dionisio-Baco o de Dionisio el Areopagita?): si fuera este último, ¿la Liturgia bizantina qué es, dada la influencia que precisamente en ella ha tenido el misterioso autor del siglo VI?

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Los estudios comparativos demuestran que la Liturgia romana era mucho más cercana a la oriental en la forma preconciliar que en la actual. Por lo tanto, habría que tener cuidado con crear epítetos o aplicar la eclesiología de comunión agustiniana a la liturgia reformada porque quedaría malparada, debido a los abusos en su realización. Si la antigua liturgia era un “fresco opacado”, la nueva ha corrido el riesgo de perderlo por la técnica agresiva usada en su restauración. El Motu Proprio, en cambio, restablece el statu quo anterior de modo que el nuevo rito pueda mirar con equilibrio y retomar la restauración con paciencia a partir de sí mismo.

Traducción: La Buardilla de Jeronimo