Continuando con la temática de los encuentros de Asís, presentamos la traducción de amplios extractos de un interesante texto, escrito en el año 2003 por el cardenal Joseph Ratzinger, sobre la posibilidad y los límites de la oración multirreligiosa e interreligiosa.
En la época del diálogo y del encuentro de las religiones ha surgido inevitablemente el problema de si se puede rezar juntos unos con otros. Al respecto, hoy se distingue entre oración multirreligiosa e interreligiosa. El modelo para la oración multirreligiosa es ofrecido por las dos jornadas mundiales de oración por la paz, en 1986 y en 2002, en Asís. Miembros de diversas religiones se reúnen. Común es la angustia y el sufrimiento por las miserias del mundo y por su falta de paz, común es el anhelo de la ayuda de lo alto contra las fuerzas del mal para que puedan entrar en el mundo la paz y la justicia. […] Sin embargo, las personas reunidas saben también que su modo de entender lo “divino” y, por lo tanto, su manera de dirigirse, son tan diversos que una plegaria común sería una ficción, no estaría en la verdad. Ellos se reúnen para dar una señal del común anhelo, pero rezan – aunque al mismo tiempo – en lugares separados, cada uno según su propio modo. […]
En referencia a Asís – tanto en 1986 como en el 2002 – se nos ha preguntado repetidamente y en términos muy serios si esto es legítimo. La mayor parte de la gente, ¿no pensará que se finge una comunidad que en realidad no existe? ¿No se favorece de este modo el relativismo, la opinión de que en el fondo son sólo diferencias secundarias las que se interponen entre las “religiones”? ¿No se debilita así la seriedad de la fe, no se aleja ulteriormente a Dios de nosotros, no se consolida nuestra condición de abandono? No se pueden dejar de lado con ligereza tales interrogantes. Los peligros son innegables, y no se puede negar que Asís, particularmente en 1986, ha sido interpretado por muchos de modo errado. Sin embargo, sería también equivocado rechazar en bloque y de forma incondicional la oración multirreligiosa así como la hemos descrito. A mí me parece correcto vincularla a condiciones que correspondan a las exigencias intrínsecas de la verdad de la responsabilidad frente a algo tan grande como es la imploración dirigida a Dios frente a todo el mundo. Identifico dos:
1. Tal oración multirreligiosa no puede ser la norma de la vida religiosa sino que debe permanecer sólo como un signo en situaciones extraordinarias, en las que, por así decir, se eleve un grito común de angustia que debería sacudir los corazones de los hombres y, al mismo tiempo, sacudir el corazón de Dios.
2. Un acontecimiento así lleva casi necesariamente a interpretaciones equivocadas, a la indiferencia respecto al contenido a creer o a no creer y de tal modo a la disolución de la fe real. Por esta razón, acontecimientos del género deben tener un carácter excepcional, y por eso es de máxima importancia aclarar cuidadosamente en qué consisten. Esta explicación, de la que debe resultar claramente que no existen las “religiones” en general, que no existe una común idea de Dios y una común fe en Él, que la diferencia no concierne únicamente al ámbito de las imágenes y de las formas conceptuales mutables sino a las mismas opciones últimas – esta clarificación es importante, no sólo para los participantes del evento, sino para todos aquellos que son testigos del evento o son informados del mismo. El evento debe presentarse en sí mismo y frente al mundo de tal modo claro que no se convierta en una demostración de relativismo, porque se privaría por sí solo de su sentido.
Mientras en la oración multirreligiosa se reza en el mismo contexto pero en forma separada, la oración interreligiosa significa un rezar juntos de personas o grupos de diversa pertenencia religiosa. ¿Es posible hacer esto en toda verdad y honestidad? Lo dudo. De todos modos, deben ser garantizadas tres condiciones elementales, sin las cuales tal oración se convertiría en la negación de la fe:
1. Se puede orar juntos sólo si subsiste una unanimidad sobre quién o qué es Dios y, por lo tanto, si hay unanimidad de principio sobre qué es rezar: un proceso dialógico en el que yo hablo a un Dios que es capaz de escuchar y atender. En otras palabras: la oración común presupone que el destinatario, y por lo tanto también el acto interior dirigido a Él, sean concebidos, en línea de principio, del mismo modo. Como en el caso de Abraham y Melquisedec, de Job y de Jonás, debe ser claro que se habla con el Dios único que está por sobre los dioses, con el Creador del cielo y de la tierra, con mi Creador. Debe ser claro, por tanto, que Dios es “persona”, es decir, que puede conocer y amar; que puede escucharme y responderme; que Él es bueno y es el criterio del bien, y que el mal no forma parte de Él. Cualquier mezcla entre la concepción personal y la impersonal de Dios, entre Dios y los dioses, debe ser excluida. El primer mandamiento vale también en la eventual oración interreligiosa. […]
2. Sobre la base del concepto de Dios, debe subsistir también una concepción fundamentalmente idéntica sobre lo que es digno de oración y sobre lo que puede volverse contenido de oración. Yo considero los pedidos del Padrenuestro el criterio de lo que nos está permitido implorar a Dios, para orar de un modo digno de Él. En ellos se ve quién y cómo es Dios, y quiénes somos nosotros. Ellos purifican nuestra voluntad y hacen ver con qué tipo de voluntad estamos caminando hacia Dios, y qué género de deseos nos alejan de Él, nos pondría contra Él. Pedidos que fuesen en dirección contraria a los pedidos del Padrenuestro no pueden ser para un cristiano objeto de oración interreligiosa, y de ningún tipo de oración.
3. El evento debe desarrollarse en su conjunto de tal modo que la falsa interpretación relativista de fe y oración no encuentre ningún punto de apoyo. Este criterio no concierne sólo al que es cristiano, que no debería ser inducido a error, sino en la misma medida al que no es cristiano, el cual no debería tener la impresión de la intercambiabilidad de las “religiones” y de que la profesión fundamental de la fe cristiana es de importancia secundaria y, por lo tanto, reemplazable. Para evitar este error es necesario también que la fe de los cristianos en la unicidad de Dios y en Jesucristo, el Redentor de todos los hombres, no sea ofuscada frente a quien no es cristiano. […]
La participación en la oración multirreligiosa no puede poner en discusión nuestro compromiso por el anuncio de Cristo a todos los hombres. Si quien no es cristiano pudiese o tuviese que extraer, de la participación de un cristiano, una relativización de la fe en Jesucristo, el único Redentor de todos, entonces tal participación no debería tener lugar. De hecho, en este caso, indicaría la dirección errada, orientaría hacia atrás y no hacia adelante en la historia de los caminos de Dios.
Fuente: Joseph Ratzinger; “Fe, verità, tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo”, Cantagalli, Siena, 2003.
El encuentro de Asís del 2002, según el testimonio de Joseph Ratzinger
El encuentro de Asís del 2002, según el testimonio de Joseph Ratzinger
Presentamos la traducción de la reflexión, publicada en la revista 30Giorni en febrero de 2002, que el entonces cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, escribió luego de haber participado, el 24 de enero de ese año, en Asís, de la Jornada de oración por la paz en el mundo convocada por el Papa Juan Pablo II.
Cuando el jueves 24 de enero, bajo un cielo cargado de lluvia, se movió el tren que debía conducir a Asís a los representantes de un gran número de Iglesias cristianas y comunidades eclesiales junto a los representantes de muchas religiones mundiales, para testimoniar y rezar por la paz, este tren me pareció un símbolo de nuestra peregrinación en la historia. ¿No somos, de hecho, tal vez todos pasajeros de un mismo tren? El hecho de que el tren haya elegido como su destino la paz y la justicia, la reconciliación de los pueblos y de las religiones, ¿no es tal vez una gran ambición y, al mismo tiempo, una espléndida señal de esperanza? En todos lados, pasando por las estaciones, acudió una gran multitud para saludar a los peregrinos de la paz. En las calles de Asís y en la gran tienda, lugar del testimonio común, fuimos nuevamente rodeados por el entusiasmo y por la alegría llena de gratitud, en particular de un numeroso grupo de jóvenes. El saludo de la gente estaba dirigido principalmente al hombre anciano vestido de blanco que estaba en el tren. Hombres y mujeres, que en la vida cotidiana con demasiada frecuencia se enfrentan unos a otros con hostilidad y parecen divididos por barreras insuperables, saludaban al Papa, que, con la fuerza de su personalidad, la profundidad de su fe, la pasión de ella deriva para la paz y la reconciliación, ha casi logrado lo imposible desde el carisma de su oficio: convocar juntos, en una peregrinación por la paz, a representantes de la cristiandad dividida y representantes de diversas religiones.
Pero el aplauso, dirigido sobre todo al Papa, expresaba también un consenso espontáneo para todos aquellos que con él buscaban la paz y la justicia, y era una señal del profundo deseo de paz que sienten los individuos frente a las devastaciones que nos rodean, provocadas por el odio y por la violencia. Aunque a veces el odio parece invencible y se multiplica sin pausa el espiral de la violencia, aquí, por un momento, se percibió la presencia de la fuerza de Dios, de la fuerza de la paz. Me vienen a la mente las palabras del salmo: “Con mi Dios escalaré los muros” (Sal. 18, 30). Dios no nos pone unos contra otros sino que, en cambio, Él, que es Uno, que es el Padre de todos, nos ha ayudado, al menos por un momento, a escalar los muros que nos separan, haciéndonos reconocer que Él es la paz y que no podemos estar cerca de Dios si estamos lejos de la paz.
En su discurso, el Papa citó otra piedra angular de la Biblia, la frase de la Carta a los Efesios: “Cristo es nuestra paz. Él hizo de los dos pueblos uno solo, derribando el muro de separación, la enemistad” (Ef. 2, 14). Paz y justicia son en el Nuevo Testamento nombres de Cristo (para “Cristo, nuestra justicia”, ver por ejemplo 1Cor 1, 30). Como cristianos no debemos esconder esta convicción: por parte del Papa y del Patriarca ecuménico la confesión de Cristo, nuestra paz, ha sido clara y solemne. Pero precisamente por esta razón hay algo que une más allá de las fronteras: la peregrinación por la paz y la justicia. Las palabras que un cristiano debe decir a aquel que se pone en camino hacia tales metas son las mismas usadas por el Señor en la respuesta al escriba que había reconocido en el doble mandamiento que exhorta a amar a Dios y al prójimo la síntesis del mensaje veterotestamentario: “Tú no estás lejos del reino de Dios” (Mc. 12, 34).
Para una comprensión del evento de Asís, me parece importante considerar que no se ha tratado de una auto-representación de religiones que serían intercambiables entre ellas. No se trató de afirmar una igualdad de las religiones, que no existe. Asís ha sido, más bien, la expresión de un camino, de una búsqueda, de la peregrinación por la paz que es tal sólo si va unida a la justicia. De hecho, allí donde falta la justicia, donde a los individuos se les niega su derecho, la ausencia de guerra puede ser sólo un velo detrás del cual se esconden injusticia y opresión.
Con su testimonio por la paz, con su compromiso por la paz en la justicia, los representantes de las religiones han emprendido, en el límite de sus posibilidades, un camino que debe ser para todos un camino de purificación. Esto vale también para nosotros, los cristianos. Hemos llegado realmente a Cristo sólo si hemos llegado a su paz y a su justicia. Asís, la ciudad de san Francisco, puede ser la mejor intérprete de este pensamiento. También antes de su conversión Francisco era cristiano, así como lo eran sus conciudadanos. Y también el victorioso ejército de Perugia, que lo envió prisionero y derrotado a la cárcel, estaba formado por cristianos. Fue sólo entonces, derrotado, prisionero, sufriente, que comenzó a pensar en el cristianismo de un modo nuevo. Y sólo después de esta experiencia le fue posible escuchar y comprender la voz del Crucificado que le habló en la pequeña iglesia en ruinas de san Damián, la cual, por eso, se convirtió en la imagen misma de la Iglesia de su época, profundamente dañada y en decadencia. Sólo entonces vio cómo la desnudez del Crucificado, su pobreza y su humillación extremas, estaban en contraste con el lujo y la violencia que antes le parecían normales. Y sólo entonces conoció verdaderamente a Cristo y entendió también que las cruzadas no eran la mejor manera de defender los derechos de los cristianos en Tierra Santa sino que, más bien, era necesario tomar a la letra el mensaje de la imitación del Crucificado.
De este hombre, de Francisco, que respondió plenamente a la llamada de Cristo crucificado, emana todavía hoy el esplendor de una paz que convenció al sultán y que puede abatir realmente los muros. Si nosotros, como cristianos, emprendemos el camino hacia la paz siguiendo el ejemplo de san Francisco, no debemos temer perder nuestra identidad: es precisamente entonces que la encontramos. Y si otros se unen a nosotros en la búsqueda de la paz y de la justicia, ni ellos ni nosotros debemos temer que la verdad pueda ser pisoteada por bellas frases hechas. No, si nosotros nos dirigimos seriamente hacia la paz, entonces estamos en el camino correcto porque estamos en el camino del Dios de la paz (Rom. 15, 32), cuyo rostro se ha hecho visible a nosotros, cristianos, por la fe en Cristo.
Fuente: 30Giorni
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo