sexta-feira, 22 de abril de 2011

El "Dies irae" del Papa. Y el misterio del mal

Benedicto XVI arranca a todos del sueño. De esa "insensibilidad para la presencia de Dios que nos hace insensibles también para el mal". Y cita el canto del juicio final, cuando será quitado el último velo para poner a la vista cuánto "se ha cansado" Dios en su caminar en búsqueda del hombre perdido

por Sandro Magister




ROMA, 21 de abril de 2011 – Es una Semana Santa especial la que celebra el Papa este año. Con una novedad sin precedentes.

El Viernes Santo, antes de la liturgia en la basílica de San Pedro y del Via Crucis en el Coliseo, Benedicto XVI responderá en una transmisión televisiva a siete preguntas llegadas a él desde otros tantos países del mundo. Siete preguntas elegidas entre millares. Las que van más directamente al drama de la existencia humana.

La primera pregunta, de una niña japonesa, será sobre el escándalo del mal. Del mal incomprensible, como la de un terremoto. Del mal que tiene sobre fondo el misterio del dolor inocente.

Se escuchará la respuesta del Papa a esta y a las otras preguntas.

Pero ya antes el papa Joseph Ratzinger se ha presentado en vivo. Lo ha hecho con la audiencia general del Miércoles Santo y con la homilía de la Misa Crismal en la mañana del Jueves Santo. La primera con palabras espontáneas, dejando de lado el texto escrito. La segunda con palabras escritas todas con su puño y letra, también ellas brotadas del corazón.

A partir de su doble introducción a los ritos pascuales, más que nunca se entiende de qué modo para Benedicto XVI la cuestión del acercamiento del hombre a Dios es "la prioridad" de su pontificado. Ese Dios que parece lejano, pero que en realidad está en incesante camino hacia la búsqueda del hombre perdido.

Benedetto XVI ha citado el "Dies irae", ese canto que ha sido imprevistamente eliminado de la liturgia porque se considera que está impregnado de terror, cuando por el contrario tiene rasgos de una ternura conmovedora, como cuando dice:

Quaerens me, sedisti lassus,
redemisti Crucem passus:
tantus labor non sit cassus.

Que el Papa ha traducido así: "Buscándome te sentaste cansado... ¡Que tanto esfuerzo no sea en vano!". Y nos ha leído la aventura de Dios "que se ha encaminado hacia nosotros" por puro amor, y para hacer esto "se ha hecho hombre y ha descendido hasta los abismos de la existencia humana, hasta la noche de la muerte".

El sueño de los discípulos en el Monte de los Olivos, mientras Jesús acepta beber el cáliz de la pasión – ha dicho Benedicto XVI en la audiencia del Miércoles Santo –, representa nuestra insensibilidad respecto a Dios, de la que deriva también nuestra insensibilidad por la fuerza que el mal tiene en el mundo.

"Buscad siempre su rostro", ha exhortado el Papa, citando el salmo 105. También es esta una constante de su predicación, como se ve en el memorable discurso de París, en el año 2008, sobre el "quaerere Deum", sobre la búsqueda de Dios como matriz de la civilización occidental.

Aquí, a continuación, presentamos los pasajes claves de la audiencia del Miércoles Santo y de la homilía de la mañana del Jueves Santo. Seguidos por el texto del "Dies irae".

Los textos íntegros, junto a los otros de la Semana Santa de Benedicto XVI, están en la página web del Vaticano:



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DE LA AUDIENCIA GENERAL DEL MIÉRCOLES SANTO

Plaza San Pedro, 20 de abril de 2011



Queridos hermanos y hermanas, [...] dejando el cenáculo, Jesús se retiró a rezar, solo, en presencia del Padre. En ese momento de comunión profunda, los Evangelios narran que Jesús experimentó una gran angustia, un sufrimiento tal que le hizo sudar sangre (cfr Mt 26,38). Consciente de su inminente muerte en la cruz, Él siente una gran angustia y la cercanía de la muerte.

En esta situación aparece también un elemento de gran importancia para toda la Iglesia. Jesús dice a los suyos: quedaos aquí y vigilad; y este llamamiento a la vigilancia se refiere de modo preciso a este momento de angustia, de amenaza, en el que llegará el traidor, pero concierne a toda la historia de la Iglesia. Es un mensaje permanente para todos los tiempos, porque la somnolencia de los discípulos no era solo el problema de aquel momento, sino que es el problema de toda la historia.

La cuestión es en qué consiste esta somnolencia, en qué consistiría la vigilancia a la que el Señor nos invita. Diría que la somnolencia de los discípulos a lo largo de la historia es una cierta insensibilidad del alma hacia el poder del mal, una insensibilidad hacia todo el mal del mundo. Nosotros no queremos dejarnos turbar demasiado por estas cosas, queremos olvidarlas: pensamos que quizás no será tan grave, y olvidamos.

Y no es sólo la insensibilidad hacia el mal, mientras deberíamos velar para hacer el bien, para luchar por la fuerza del bien. Es insensibilidad hacia Dios: esta es nuestra verdadera somnolencia; esta insensibilidad hacia la presencia de Dios que nos hace insensibles también hacia el mal. No escuchamos a Dios – nos molestaría – y así no escuchamos, naturalmente, tampoco la fuerza del mal, y nos quedamos en el camino de nuestra comodidad.

La adoración nocturna del Jueves Santo, el estar vigilantes con el Señor, debería ser precisamente el momento de hacernos reflexionar sobre la somnolencia de los discípulos, de los defensores de Jesús, de los apóstoles, de nosotros, que no vemos, no queremos ver toda la fuerza del mal, y que no queremos entrar en su pasión por el bien, por la presencia de Dios en el mundo, por el amor al prójimo y a Dios.

Después, el Señor empieza a rezar. Los tres apóstoles – Pedro, Santiago, Juan – duermen, pero alguna vez se despiertan y escuchan el estribillo de esta oración del Señor: “No se haga mi voluntad, sino la tuya". ¿qué es esta voluntad mía, qué es esta voluntad tuya, de la que habla el Señor? Mi voluntad es que “no debería morir”, que se le ahorre este cáliz del sufrimiento: es la voluntad humana, de la naturaleza humana, y Cristo siente, con toda la consciencia de su ser, la vida, el abismo de la muerte, el terror de la nada, esta amenaza del sufrimiento. Y Él más que nosotros, que tenemos esta aversión natural contra la muerte, este miedo natural a la muerte, aún más que nosotros, siente el abismo del mal.

Siente, con la muerte, también todo el sufrimiento de la humanidad. Siente que todo esto es el cáliz que tiene que beber, que debe hacerse beber a sí mismo, aceptar el mal del mundo, todo lo que es terrible, la aversión contra Dios, todo el pecado. Y podemos comprender que Jesús, con su alma humana, estuviese aterrorizado ante esta realidad, que percibe en toda su crueldad: mi voluntad sería no beber el cáliz, pero mi voluntad está subordinada a tu voluntad, a la voluntad de Dios, a la voluntad del Padre, que es también la verdadera voluntad del Hijo.

Y así Jesús transforma, en esta oración, la aversión natural, la aversión contra el cáliz, contra su misión de morir por nosotros. Transforma esta voluntad natural suya en voluntad de Dios, en un “sí” a la voluntad de Dios. El hombre de por sí está tentado de oponerse a la voluntad de Dios, de tener la intención de seguir su propia voluntad, de sentirse libre sólo si es autónomo; opone su propia autonomía contra la heteronomía de seguir la voluntad de Dios. Este es todo el drama de la humanidad. Pero en verdad esta autonomía es errónea y este entrar en la voluntad de Dios no es una oposición a uno mismo, no es una esclavitud que violenta mi voluntad, sino que es entrar en la verdad y en el amor, en el bien. Y Jesús atrae nuestra voluntad, que se opone a la voluntad de Dios, que busca la autonomía, atrae esta voluntad nuestra a lo alto, hacia la voluntad de Dios.

Este es el drama de nuestra redención, que Jesús atrae a lo alto nuestra voluntad, toda nuestra aversión contra la voluntad de Dios y nuestra aversión contra la muerte y el pecado, y la une con la voluntad del Padre: "No se haga mi voluntad sino la tuya”. En esta transformación del "no" en "sí", en esta inserción de la voluntad de la criatura en la voluntad del Padre, Él transforma la humanidad y nos redime. Y nos invita a entrar en este movimiento suyo: salir de nuestro "no" y entrar en el "sí" del Hijo. Mi voluntad existe, pero la decisiva es la voluntad del Padre, porque ésta es la verdad y el amor.

Un ulterior elemento de esta oración me parece importante. Los tres testigos han conservado – como aparece en la Sagrada Escritura – la palabra hebrea o aramea con la que el Señor habló al Padre, le llamó: "Abbà", padre. Pero esta fórmula, "Abbà", es una forma familiar del término padre, una forma que se usa sólo en la familia, que nunca se ha usado hacia Dios. Aquí vemos en la intimidad de Jesús cómo habla en familia, habla verdaderamente como Hijo con su Padre. Vemos el misterio trinitario: el Hijo que habla con el Padre y redime a la humanidad.

Una observación más. La Carta a los Hebreos nos dio una profunda interpretación de esta oración del Señor, de este drama del Getsemaní. Dice: estas lágrimas de Jesús, esta oración, estos gritos de Jesús, esta angustia, todo esto no es sencillamente una concesión a la debilidad de la carne, como podría decirse. Precisamente así realiza la tarea del Sumo Sacerdote, porque el Sumo Sacerdote debe llevar al ser humano, con todos sus problemas y sufrimientos, a la altura de Dios. Y la Carta a los Hebreos dice: con todos estos gritos, lágrimas, sufrimientos, oraciones, el Señor llevó nuestra realidad a Dios (cfr Eb5,7ss). Y usa esta palabra griega "prosferein", que es el término técnico para lo que el Sumo Sacerdote tiene que hacer para ofrecer, para elevar a lo alto sus manos. Precisamente en este drama del Getsemaní, donde parece que la fuerza de Dios ya no está presente, Jesús realiza la función del Sumo Sacerdote. Y dice además que en este acto de obediencia, es decir, de conformación de la voluntad natural humana a la voluntad de Dios, se perfecciona como sacerdote. Y usa de nuevo la palabra técnica para ordenar sacerdote. Precisamente así se convierte en el Sumo Sacerdote de la humanidad y abre así el cielo y la puerta a la resurrección.

Si reflexionamos en este drama del Getsemaní, podemos también ver el gran contraste entre Jesús, con su angustia, con su sufrimiento, en comparación con el gran filósofo Sócrates, que permanece pacífico, imperturbable ante la muerte. Y parece esto lo ideal.

Podemos admirar a este filósofo, pero la misión de Jesús era otra. Su misión no era esta total indiferencia y libertad; su misión era llevar en sí mismo todo el sufrimiento, todo el drama humano. Y por ello precisamente esta humillación del Getsemaní es esencial para la misión del Hombre-Dios. Él lleva consigo nuestro sufrimiento, nuestra pobreza, y la transforma según la voluntad de Dios. Y así abre las puertas del cielo, abre el cielo: esta cortina del Santísimo, que hasta ahora el hombre cerraba contra Dios, se abre por este sufrimiento y obediencia suyas. [...]

(Traducción del original italiano por Inma Álvarez, por 
Zenit).

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DE LA HOMILÍA DE LA MISA CRISMAL DEL JUEVES SANTO

Basílica de San Pedro, 21 de abril de 2011


Queridos hermanos y hermanas, en el centro de la liturgia de esta mañana está la bendición de los santos óleos. [...] Tenemos en primer lugar el óleo de los catecúmenos. Este óleo muestra como un primer modo de ser tocados por Cristo y por su Espíritu, un toque interior con el cual el Señor atrae a las personas junto a Él. Mediante esta unción, que se recibe antes incluso del Bautismo, nuestra mirada se dirige por tanto a las personas que se ponen en camino hacia Cristo – a las personas que están buscando la fe, buscando a Dios. El óleo de los catecúmenos nos dice: no sólo los hombres buscan a Dios. Dios mismo se ha puesto a buscarnos. El que Él mismo se haya hecho hombre y haya bajado a los abismos de la existencia humana, hasta la noche de la muerte, nos muestra lo mucho que Dios ama al hombre, su criatura. Impulsado por su amor, Dios se ha encaminado hacia nosotros. “Buscándome te sentaste cansado… que tanto esfuerzo no sea en vano”, rezamos en el "Dies irae". Dios está buscándome. ¿Quiero reconocerlo? ¿Quiero que me conozca, que me encuentre? Dios ama a los hombres. Sale al encuentro de la inquietud de nuestro corazón, de la inquietud de nuestro preguntar y buscar, con la inquietud de su mismo corazón, que lo induce a cumplir por nosotros el gesto extremo. No se debe apagar en nosotros la inquietud en relación con Dios, el estar en camino hacia Él, para conocerlo mejor, para amarlo mejor.

En este sentido, deberíamos permanecer siempre catecúmenos. “Buscad siempre su rostro”, dice un salmo (105,4). Sobre esto, Agustín comenta: Dios es tan grande que supera siempre infinitamente todo nuestro conocimiento y todo nuestro ser. El conocer a Dios no se acaba nunca. Por toda la eternidad podemos, con una alegría creciente, continuar a buscarlo, para conocerlo cada vez más y amarlo cada vez más. “Nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”, dice Agustín al inicio de sus Confesiones. Sí, el hombre está inquieto, porque todo lo que es temporal es demasiado poco. Pero ¿es auténtica nuestra inquietud por Él? ¿No nos hemos resignado, tal vez, a su ausencia y tratamos de ser autosuficientes? No permitamos semejante reduccionismo de nuestro ser humanos. Permanezcamos continuamente en camino hacia Él, en su añoranza, en la acogida siempre nueva de conocimiento y de amor. [...]

En tercer lugar, tenemos finalmente el más noble de los óleos eclesiales, el crisma, una mezcla de aceite de oliva y de perfumes vegetales. Es el óleo de la unción sacerdotal y regia, unción que enlaza con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo Testamento. En la Iglesia, este óleo sirve sobre todo para la unción en la Confirmación y en las sagradas Órdenes. La liturgia de hoy vincula con este óleo las palabras de promesa del profeta Isaías: “Vosotros os llamaréis ‘sacerdotes del Señor’, dirán de vosotros: ‘Ministros de nuestro Dios’” (61, 6). El profeta retoma con esto la gran palabra de tarea y de promesa que Dios había dirigido a Israel en el Sinaí: “Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19, 6). En el mundo entero y para todo él, que en gran parte no conocía a Dios, Israel debía ser como un santuario de Dios para la totalidad, debía ejercitar una función sacerdotal para el mundo. Debía llevar el mundo hacia Dios, abrirlo a Él.

San Pedro, en su gran catequesis bautismal, ha aplicado dicho privilegio y cometido de Israel a toda la comunidad de los bautizados, proclamando: “Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa. Los que antes erais no-pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos. ahora sois objeto de compasión.” (1 P 2, 9-10).

El Bautismo y la Confirmación constituyen el ingreso en el Pueblo de Dios, que abraza todo el mundo; la unción en el Bautismo y en la Confirmación es una unción que introduce en ese ministerio sacerdotal para la humanidad. Los cristianos son un pueblo sacerdotal para el mundo. Deberían hacer visible en el mundo al Dios vivo, testimoniarlo y llevarle a Él. Cuando hablamos de nuestra tarea común, como bautizados, no hay razón para alardear. Eso es más bien una cuestión que nos alegra y, al mismo tiempo, nos inquieta: ¿Somos verdaderamente el santuario de Dios en el mundo y para el mundo? ¿Abrimos a los hombres el acceso a Dios o, por el contrario, se lo escondemos? Nosotros –el Pueblo de Dios– ¿acaso no nos hemos convertido en un pueblo de incredulidad y de lejanía de Dios? ¿No es verdad que el Occidente, que los países centrales del cristianismo están cansados de su fe y, aburridos de su propia historia y cultura, ya no quieren conocer la fe en Jesucristo? Tenemos motivos para gritar en esta hora a Dios: “No permitas que nos convirtamos en no-pueblo. Haz que te reconozcamos de nuevo. Sí, nos has ungido con tu amor, has infundido tu Espíritu Santo sobre nosotros. Haz que la fuerza de tu Espíritu se haga nuevamente eficaz en nosotros, para que demos testimonio de tu mensaje con alegría.

No obstante toda la vergüenza por nuestros errores, no debemos olvidar que también hoy existen ejemplos luminosos de fe; que también hoy hay personas que, mediante su fe y su amor, dan esperanza al mundo. Cuando sea beatificado, el próximo uno de mayo, el Papa Juan Pablo II, pensaremos en él llenos de gratitud como un gran testigo de Dios y de Jesucristo en nuestro tiempo, como un hombre lleno del Espíritu Santo. [...]

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DIES IRAE


Dies Irae, dies illa
solvet saeclum in favilla:
teste David cum Sybilla.

Quantus tremor est futurus,
Quando judex est venturus,
Cuncta stricte discussurus.

Tuba, mirum spargens sonum
per sepulcra regionum
coget omnes ante thronum.

Mors stupebit et natura,
cum resurget creatura,
judicanti responsura.

Liber scriptus proferetur,
in quo totum continetur,
unde mundus judicetur.

Judex ergo cum sedebit,
quidquid latet, apparebit:
nil inultum remanebit.

Quid sum miser tunc dicturus
quem patronum rogaturus,
cum vix justus sit securus

Rex tremendae majestatis,
qui salvandos salvas gratis,
salva me, fons pietatis.

Recordare, Jesu pie,
quod sum causa tuae viae
ne me perdas illa die.

Quaerens me, sedisti lassus,
redemisti Crucem passus:
tantus labor non sit cassus.

Juste judex ultionis,
donum fac remissionis
ante diem rationis.

Ingemisco, tamquam reus,
culpa rubet vultus meus
supplicanti parce, Deus.

Qui Mariam absolvisti,
et latronem exaudisti,
mihi quoque spem dedisti.

Preces meae non sunt dignae,
sed tu bonus fac benigne,
ne perenni cremer igne.

Inter oves locum praesta,
et ab haedis me sequestra,
statuens in parte dextra.

Confutatis maledictis,
flammis acribus addictis,
voca me cum benedictis.

Oro supplex et acclinis,
cor contritum quasi cinis:
gere curam mei finis.

Lacrimosa dies illa,
qua resurget ex favilla
judicandus homo reus.
Huic ergo parce, Deus.

Pie Jesu Domine,
dona eis requiem. Amen.


*

Día de la ira, aquel día
en que los siglos se reduzcan a cenizas;
como testigos el rey David y la Sibila.

¡Cuánto terror habrá en el futuro
cuando el juez haya de venir
a juzgar todo estrictamente!

La trompeta, esparciendo un sonido admirable
por los sepulcros de todos los reinos
reunirá a todos ante el trono.

La muerte y la Naturaleza se asombrarán,
cuando resucite la criatura
para que responda ante su juez.

Aparecerá el libro escrito
en que se contiene todo
y con el que se juzgará al mundo.

Así, cuando el juez se siente
lo escondido se mostrará
y no habrá nada sin castigo.

¿Qué diré yo entonces, pobre de mí?
¿A qué protector rogaré
cuando ni los justos estén seguros?

Rey de tremenda majestad
tú que, salvas gratuitamente a los que hay que salvar,
sálvame, fuente de piedad.

Acuérdate, piadoso Jesús
de que soy la causa de tu calvario;
no me pierdas en este día.

Buscándome, te sentaste agotado
me redimiste sufriendo en la cruz
no sean vanos tantos trabajos.

Justo juez de venganza
concédeme el regalo del perdón
antes del día del juicio.

Grito, como un reo;
la culpa enrojece mi rostro.
Perdona, señor, a este suplicante.

Tú, que absolviste a Magdalena
y escuchaste la súplica del ladrón,
me diste a mí también esperanza.

Mis plegarias no son dignas,
pero tú, al ser bueno, actúa con bondad
para que no arda en el fuego eterno.

Colócame entre tu rebaño
y sepárame de los machos cabríos
situándome a tu derecha.

Tras confundir a los malditos
arrojados a las llamas voraces
hazme llamar entre los benditos.

Te lo ruego, suplicante y de rodillas,
el corazón acongojado, casi hecho cenizas:
hazte cargo de mi destino.

Día de lágrimas será aquel renombrado
en que resucitará, del polvo
para el juicio, el hombre culpable.
A ese, pues, perdónalo, oh Dios.

Señor de piedad, Jesús,
concédeles el descanso. Amén.



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