Se ha publicado en L’Osservatore Romano un artículo del Arzobispo Jean Louis Brugués O.P., Secretario de la Congregación para la Educación Católica, en el cual realiza un análisis muy realista de la actual secularización y crisis de la vida religiosa.
La vida religiosa se encuentra sometida actualmente a notables presiones. En particular, pienso que merecen atención dos tipos de condicionamientos. El primero concierne a la secularización. Un fenómeno histórico nacido en Francia a mitad del siglo XVIII, que ha terminado por embestir todas las sociedades que querían entrar en la modernidad. También la apertura al mundo, justamente proclamada por el concilio Vaticano II, ha sido interpretada, bajo la presión de las ideologías del momento, como un pasaje necesario a la secularización. Y de hecho, en los últimos cincuenta años, hemos asistido a una formidable iniciativa de autosecularización dentro de la Iglesia. Los ejemplos no faltan: los cristianos están prontos a comprometerse al servicio de la paz, de la justicia y de las causas humanitarias, ¿pero creen aún en la vida eterna? Nuestras Iglesias han puesto en acto un inmenso esfuerzo por renovar la catequesis, ¿pero esta misma catequesis habla todavía de la escatología, de la vida después de la muerte? Nuestras Iglesias se han comprometido en la mayor parte de los debates éticos del momento, ¿pero discuten sobre el pecado, la gracia y las virtudes teologales? Nuestras Iglesias han recurrido a lo mejor del propio ingenio para mejorar la participación de los fieles en la liturgia, ¿pero no ha perdido ésta última, en gran parte, el sentido de lo sagrado, aquel gusto de eternidad? Nuestra generación, tal vez sin darse cuenta de ello, ¿no ha soñado, quizá, una “Iglesia de los puros”, poniéndose en guardia contra todo manifestación de devoción popular?
¿Qué ha resultado, en tal contexto, de aquella vida religiosa que había sido presentada, de manera tradicional, como un signo escatológico y una anticipación del Reino que ha de venir? De hecho, religiosos y religiosas han abandonado pronto el hábito de la propia familia para vestirse como todos los otros. A menudo han abandonado los propios conventos, considerados demasiado vistosos o demasiado ricos, en beneficio de pequeñas comunidades esparcidas en los pueblos o en las grandes áreas urbanas. Han elegido oficios profanos, se han comprometido en actividades sociales y caritativas, o bien se han puesto al servicio de causas humanitarias. Se han hecho similares a los otros y se han disuelto en la masa, a veces para ser la levadura de la masa, pero también, en muchos casos, porque esa actitud respondía al clima de los tiempos.
No deberíamos subestimar los méritos de este enfoque ni los beneficios que de esto obtiene la Iglesia todavía hoy. Aquellos religiosos y religiosas, de hecho, se han hecho más cercanos a las personas y, en particular, a los más desfavorecidos, mostrando un rostro de la Iglesia más humilde y más fraterno. Sin embargo, esta forma de vida religiosa no parece tener ya futuro, casi no atrae más vocaciones. Casi la totalidad de las congregaciones activas, nacidas en el siglo XIX o al comienzo del XX, se encuentran moribundas y su desaparición es sólo una cuestión de tiempo. Las casas generales y los grandes conventos se han transformado ya en casas de reposo para ancianos. Entre 1973 y 1985, 268 congregaciones francesas de las 369 existentes han cerrado el propio noviciado. La situación, desde entonces, no ha hecho más que empeorar. La auto-secularización ha socavado los fundamentos de la vida religiosa. La crisis ha golpeado, sobre todo, las formas de vida activa y menos las contemplativas, porque la secularización había orientado todo lo que es religioso hacia la militancia o el compromiso social.
El hecho es que el militante o la persona comprometida en lo social, actualmente, tienden a permanecer laicos. Estamos en la segunda tipología de presión ejercida sobre la vida religiosa. Para afrontar el desafío de la secularización, el Concilio ha tenido la genial intuición de confiar esta misión a los laicos. Aquellos que tenían la aventura de ser los actores principales de la sociedad secular, ¿no eran tal vez los más apropiados para realizar tal tarea? El Vaticano II ha valorizado – no digo que ha revalorizado ya que una empresa similar nunca había tenido lugar en el pasado – la vocación de los laicos. Sin embargo, precisamente la valorización del laicado provocó una suerte de aplastamiento de la vida religiosa “activa”. Si esta última, de hecho, ha reconocido por largo tiempo la propia identificación con un servicio específico ofrecido a la Iglesia y a la sociedad – como la enseñanza en las escuelas o el cuidado de los enfermos en los hospitales -, desde el momento en que los laicos eran llamados a brindar los mismos servicios y a dedicarse a similares actividades, la vida religiosa activa perdía su razón de ser. Hoy ya no es necesario pasar por una consagración para brindar los mismos servicios. Cuando nos encontramos en presencia de una maestra que enseña con pasión o de una enfermera servicial, deseosas de llevar una vida auténticamente cristiana, podríamos preguntarnos si la misma mujer, cien o ciento cincuenta años atrás, no se habría presentado a la puerta de una de aquellas recién nacidas congregaciones que hemos evocado anteriormente.
Esto nos lleva a la siguiente conclusión: hoy más que nunca, la vida religiosa no puede ser definida partiendo de un “hacer” sino, más bien, por un modo de ser y por un estilo de vida. Los dos riesgos que hemos descrito en forma sintética y – no tengo dificultad en admitirlo – sin demasiados matices, de la auto-secularización y de la valorización del laicado, constituyen un peligro para la vida religiosa. Su combinación ha provocado en esta última una suerte de implosión. Por lo tanto, la situación actual de la vida religiosa, sobre todo en las Iglesias occidentales, se presenta de modo paradójico. Por una parte, después del Concilio, gozamos de las ventajas de una importante renovación de la teología de la vida religiosa. Por otra, hemos asistido al derrumbamiento de numerosas congregaciones, así como a un florecimiento de nuevas formas de vida religiosa en la primera mitad de los años `70.
Este carácter paradójico nos invita, por lo tanto, a volver a lo esencial. Comenzando por el hecho de que la vida religiosa es única en su esencia y plural en sus formas. En otras palabras, estas múltiples formas nacen todas de un tronco común, el de la vida y la tradición monástica. En consecuencia, la primera dimensión es mística: la vida religiosa nos sumerge en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. Por lo tanto, es equivocado definir un instituto a partir de su actividad. Aún si ha sido de este modo cómo han sido concebidas las congregaciones nacidas en los dos siglos pasados.
Esta llamada a estar con el Señor es transmitida a una persona singular – toda vocación es muy personalizada y no existen dos caminos que sean realmente iguales – invitándola, sin embargo, a unirse a una comunidad específica. Algunos experimentan una suerte de deslumbramiento con una comunidad y ni siquiera les viene a la mente ir a llamar a otra puerta. Otros, en cambio, se conceden un largo tiempo de reflexión, durante el cual dan vueltas por muchas casas y se dedican a estudios comparativos muy minuciosos. En toda época ha habido matrimonios de amor y matrimonios de razón. Lo que es cierto, sin embargo, es que la atracción está siempre vinculada a la vida comunitaria. De hecho, el código de derecho canónico define la vida religiosa como una vida esencialmente comunitaria. Y esta vida comunitaria es eminentemente espiritual en la medida en que es el Espíritu Santo quien la anima y la lleva adelante. Podemos, por lo tanto, deducir de esto que la fe dada por el Espíritu representa la clave de lectura de todos los elementos que constituyen la vida religiosa, comenzando por los votos y por la oración.
En este sentido, la pobreza religiosa no es un concepto sociológico. No está hecha para dar el ejemplo de la pobreza. La palabra misma no ha hecho su aparición sino en época tardía; antes, se hablaba de sine proprio, o bien de communio, términos mucho más sugestivos. El voto religioso corresponde, por lo tanto, a un acto de fe por medio del cual el religioso acepta aquel don del Espíritu que lo compromete a no tener nada para sí con el fin de vivir del modo más intenso posible su comunión con la vida fraterna.
Del mismo modo, la obediencia religiosa no es in primis de naturaleza ascética o pedagógica. Sin duda presupone una ascesis en la medida que implica una cierta renuncia a la propia voluntad. Presenta, además, una dimensión pedagógica, en la medida que mira a educar en nosotros la libertad de los hijos de Dios. Su naturaleza, sin embargo, es esencialmente mística: nos hace entrar en un sistema en el que manda el Espíritu. La fe nos lleva a afirmar que el mandato dado no viene, en primer lugar, de la voluntad del superior – aunque lleva la marca de su psicología, tal vez también de su patología – sino del Espíritu, del cual el superior es, en cierto sentido, el representante visible. En aquel punto, dejamos de comportarnos como una entidad singular para convertirnos en cuerpo fraterno.
También entre el amor humano y la castidad religiosa – si bien poseen diversos puntos en común – existe una diferencia esencial. El amor humano comporta una opción y una conquista, se presenta como un amor de exclusión: elegir una mujer específica comporta renunciar a todas las otras. Ahora, contrariamente a las apariencias, que nos llevan a sostener que hemos elegido nosotros hacernos carmelitas o dominicos, la vida religiosa no se elige: nos encontramos involucrados en esta vida bajo el impulso del Espíritu. Para cada uno de nosotros sería imposible permanecer fieles a las promesas de nuestro bautismo fuera de la vida religiosa. En esta última, no existe ninguna conquista ni ninguna exclusión: el Espíritu nos hace partícipes de una comunidad de acogida en la que todos deben aprender a vivir como hermanos.
Finalmente, es en la fe dada por el Espíritu que vivimos la oración, no como una actividad entre las otras, es decir sólo una actividad más, ni como una amenaza para las diversas actividades implicadas por el estilo de vida – todos nosotros conocemos bien aquella tensión entre nuestro trabajo y el tiempo dedicado a la oración, que equivale con demasiada frecuencia a un tiempo residual. En el simbolismo monástico, el claustro, es decir la apertura al Espíritu, representa el vínculo entre la iglesia, lugar de oración (Opus Dei), y los diversos lugares de trabajo (opus hominis) pero como una escuela en la que aprendemos a convertirnos en “mendigos del Señor”.
Fuente: L’Osservatore Romano