Palabras, gestos y signos que han modelado a Europa
(Disponibile anche in italiano)
de Roberto de Mattei
Nos preguntamos si el motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI puede ser, y en que sentido, una respuesta al proceso de secularización de la sociedad. Para responder; primero necesitamos una definición de secularización y, entre las muchas, una de los mejores es la hecha en un discurso pronunciado el 23 de febrero del 2002 por Juan Pablo II, diciendo que "lamentablemente a mediados del último milenio comenzó, y desde el siglo XVIII ha se desarrolló especialmente un proceso de secularización que pretendió excluir a Dios y al cristianismo de todas las expresiones de la vida humana. El punto de llegada de este proceso es a menudo el secularismo y el laicismo agnóstico y ateo, que es la absoluta y total exclusión de Dios y de la ley moral natural de todos los ámbitos de la vida humana. Por lo tanto, relega la religión cristiana a la vida privada de cada uno ". De estas palabras de Juan Pablo II emerge en primer lugar, que la secularización es un proceso histórico que comenzó con el humanismo del Renacimiento: se desarrolló con la Ilustración, y que desemboca en el secularismo y el laicismo agnóstico y ateo, típico del Marxismo y de la sociedad posmoderna. El punto de llegada final es la exclusión de Dios y del cristianismo de la esfera pública y la reducción de la religión a un fenómeno puramente individual.
Algunas personas creen que para evitar la lucha contra la secularismo, la Iglesia debe asumir y “bautizar” la secularización. Este concepto acepta la inevitabilidad de la secularización, de hecho, del caracter positivo sobre el desarrollo necesario de la historia. Si, al contrario, se rechaza esta visión histórica y asumimos en cambio un criterio que nos permita evaluar los acontecimientos a la luz de los principios trascendentes, no podemos considerar n sí mismo como “positivo” o “bueno” un hecho histórico. Como los actos humanos, los hechos históricos, que son productos de la libre escogencia racional del ser humano no son neutros o indiferentes: el historiador, y con mayor razón el filósofo y el teólogo de la historia, tiene el deber de juzgar, o sea; de atribuirles el valor positivo o negativo.
La aceptación de la secularización como un hecho histórico inevitablemente conduce a una filosofía y una teología de la secularización. La filosofía de la secularización, implícita en el humanismo pagano, se formó en los círculos de la Ilustración, y es llevada a su consistencia lógica por Gramsci y penetra en la segunda mitad del siglo XX, en la teología protestante (y luego en la católica), con Dietrich Bonhoeffer. La que Bonhoeffer define como la “madurez del mundo” se alcanza con la expulsión de lo sagrado de cada esfera social y la erradicación de las raíces cristianas de la sociedad. Bonhoeffer interpreta la secularización como expresión de un "mundo que se convirtió en adulto", que gracias al acontecimiento liberatorio Cristiano, puede vivir “como si Dios no existiera”, etsi Deus non daretur.
La ilusión es la de realizar un orden “mundano” fuera del cristianismo, eliminando el enlace vertical y trascendente que constituye la escencia de la religión, ya que ella re-liga el hombre a Dios.
Aristóteles ha definido con razón al hombre como un ser social. Sin embargo, Aristóteles, que no tenía idea de la creación, redujo la sociedad de los hombres a las relaciones con sus semejantes. La primera relación del hombre, lo que hace de él no un ser innmanente ni autosuficiente, sino extroflejo y dependiente, es su relación con Dios. Esa relación se expresa sobretodo en la oración; que hace del hombre no solo un animal social sino un homo religiosus. Pero como Dios se hizo hombre el mismo, para salvar a la humanidad del pecado original, fundó, alrededor del sacrificio de Cristo, la Iglesia, la oración por excelencia del hombre, la única oración que lo redime es aquella oración que el hombre hace con la Iglesia y al interior de la Iglesia. La liturgia es la oración pública de la Iglesia, el acto de culto, no privado; ni de un solo hombre, sino de la comunidad de los bautizados reunidos alrededor del santo sacrificio del altar. La liturgia que allí se celebra no es sólo la transmisión de la palabra de Dios al hombre, y su santificación a través de los sacramentos, esa oración es también y sobre todo un conjunto de formas sensibles que elevan al hombre hacia Dios y lo ayudan a glorificarlo y a rendirle el culto debido.
No hay nada de más antitético a la secularización de la liturgia expresada por el sacrificio de la misa. En ella se completan los misterios de la Pasión, la Resurrección y la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, es la perfección de la sacralidad, porque en su persona Dios se da de la forma más grande a la naturaleza humana, indisolublemente unida a El. El punto más sagrado de la misa es la fórmula de consagración, compuesta, como lo recuerda el Concilio de Trento, en parte por las mismas palabras del Señor, en parte por lo que fue aprobado por los apóstoles y en parte de lo que fue establecido devotamente por los santos Pontifices.
de Roberto de Mattei
Nos preguntamos si el motu proprio Summorum Pontificum de Benedicto XVI puede ser, y en que sentido, una respuesta al proceso de secularización de la sociedad. Para responder; primero necesitamos una definición de secularización y, entre las muchas, una de los mejores es la hecha en un discurso pronunciado el 23 de febrero del 2002 por Juan Pablo II, diciendo que "lamentablemente a mediados del último milenio comenzó, y desde el siglo XVIII ha se desarrolló especialmente un proceso de secularización que pretendió excluir a Dios y al cristianismo de todas las expresiones de la vida humana. El punto de llegada de este proceso es a menudo el secularismo y el laicismo agnóstico y ateo, que es la absoluta y total exclusión de Dios y de la ley moral natural de todos los ámbitos de la vida humana. Por lo tanto, relega la religión cristiana a la vida privada de cada uno ". De estas palabras de Juan Pablo II emerge en primer lugar, que la secularización es un proceso histórico que comenzó con el humanismo del Renacimiento: se desarrolló con la Ilustración, y que desemboca en el secularismo y el laicismo agnóstico y ateo, típico del Marxismo y de la sociedad posmoderna. El punto de llegada final es la exclusión de Dios y del cristianismo de la esfera pública y la reducción de la religión a un fenómeno puramente individual.
Algunas personas creen que para evitar la lucha contra la secularismo, la Iglesia debe asumir y “bautizar” la secularización. Este concepto acepta la inevitabilidad de la secularización, de hecho, del caracter positivo sobre el desarrollo necesario de la historia. Si, al contrario, se rechaza esta visión histórica y asumimos en cambio un criterio que nos permita evaluar los acontecimientos a la luz de los principios trascendentes, no podemos considerar n sí mismo como “positivo” o “bueno” un hecho histórico. Como los actos humanos, los hechos históricos, que son productos de la libre escogencia racional del ser humano no son neutros o indiferentes: el historiador, y con mayor razón el filósofo y el teólogo de la historia, tiene el deber de juzgar, o sea; de atribuirles el valor positivo o negativo.
La aceptación de la secularización como un hecho histórico inevitablemente conduce a una filosofía y una teología de la secularización. La filosofía de la secularización, implícita en el humanismo pagano, se formó en los círculos de la Ilustración, y es llevada a su consistencia lógica por Gramsci y penetra en la segunda mitad del siglo XX, en la teología protestante (y luego en la católica), con Dietrich Bonhoeffer. La que Bonhoeffer define como la “madurez del mundo” se alcanza con la expulsión de lo sagrado de cada esfera social y la erradicación de las raíces cristianas de la sociedad. Bonhoeffer interpreta la secularización como expresión de un "mundo que se convirtió en adulto", que gracias al acontecimiento liberatorio Cristiano, puede vivir “como si Dios no existiera”, etsi Deus non daretur.
La ilusión es la de realizar un orden “mundano” fuera del cristianismo, eliminando el enlace vertical y trascendente que constituye la escencia de la religión, ya que ella re-liga el hombre a Dios.
Aristóteles ha definido con razón al hombre como un ser social. Sin embargo, Aristóteles, que no tenía idea de la creación, redujo la sociedad de los hombres a las relaciones con sus semejantes. La primera relación del hombre, lo que hace de él no un ser innmanente ni autosuficiente, sino extroflejo y dependiente, es su relación con Dios. Esa relación se expresa sobretodo en la oración; que hace del hombre no solo un animal social sino un homo religiosus. Pero como Dios se hizo hombre el mismo, para salvar a la humanidad del pecado original, fundó, alrededor del sacrificio de Cristo, la Iglesia, la oración por excelencia del hombre, la única oración que lo redime es aquella oración que el hombre hace con la Iglesia y al interior de la Iglesia. La liturgia es la oración pública de la Iglesia, el acto de culto, no privado; ni de un solo hombre, sino de la comunidad de los bautizados reunidos alrededor del santo sacrificio del altar. La liturgia que allí se celebra no es sólo la transmisión de la palabra de Dios al hombre, y su santificación a través de los sacramentos, esa oración es también y sobre todo un conjunto de formas sensibles que elevan al hombre hacia Dios y lo ayudan a glorificarlo y a rendirle el culto debido.
No hay nada de más antitético a la secularización de la liturgia expresada por el sacrificio de la misa. En ella se completan los misterios de la Pasión, la Resurrección y la Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo, es la perfección de la sacralidad, porque en su persona Dios se da de la forma más grande a la naturaleza humana, indisolublemente unida a El. El punto más sagrado de la misa es la fórmula de consagración, compuesta, como lo recuerda el Concilio de Trento, en parte por las mismas palabras del Señor, en parte por lo que fue aprobado por los apóstoles y en parte de lo que fue establecido devotamente por los santos Pontifices.
“La celebración litúrgica - recordó Juan Pablo II en su Carta a la Congregación para el Culto Divino, el 21 de septiembre de 2001 - es un acto de la Virtud de la Religión, que coherentemente con su naturaleza, debe caracterizarse por un profundo sentido de lo sagrado. En ella "el hombre y la comunidad deben ser conscientes de encontrarse de modo especial frente a Aquel que es tres veces santo y trascendente. Por lo tanto, la actitud necesaria sólo puede ser permeable por la reverencia y el temor que viene del conocimiento de la presencia de la majestad de Dios. No era esto lo que quería expresar Dios al mandar a Moisés que se quitara los zapatos delante de la zarza ardiente?”.
Esta admiración y esta reverencia se expresan principalmente en el idioma del silencio. El silencio, al que le dedicó bellas páginas el cardenal Ratzinger (Introducción al espíritu de la liturgia, Cinisello Balsamo, Edizioni San Paolo, 2007, pp. 203-212) se opone al ruido y expresa la distancia infinita entre el Dios inefable, que no puede ser experimentado en su esencia, y la humilde criatura que, sin él, caeria en la nada. Pero este Dios, adorado en su majestad divina, no es lejano, sino que al contrario es infinitamente cercano; porque se ha dado en Cristo, está presente en el altar en cuerpo, sangre, alma y divinidad. Sólo en la absoluta trascendencia divina se expresa la radical y extrema cercanía de Dios al hombre.
El antiguo rito romano no permite ningún tipo de malentendido: en ello es un sentido inigualable de la trascendencia divina. Ese no es el único rito posible, pero expresa con perfecta claridad que la única eclesiología que puede decirse católica y que cada litúrgia debe expresar.
La dimensión ritual es una dimensión constitutiva del nacimiento y del desarrollo de la sociedad europea y de los primeros siglos. La palabra traditio, en su sentido original, se refiere a la transmisión de los símbola fidei, o las fórmulas verbales, confirmadas por la autoridad eclesiastica, para la profesión pública de fe. La traditio se expresa en la entrega de la verdad, destinada a formar el depositum fidei, pero es también la búsqueda de formas en que estas verdades son transmitidas, la presencia de símbolos y rituales que expresan eficazmente estas verdades. Cada verdad, de hecho, se traduce en una liturgia, de acuerdo con la fórmula de Próspero de Aquitania, la lex orandi, lex credendi (o legem credendi lex statuat supplicandi; De vocatione omnium gentium, 1, 12).
La descripción de la Eucaristía dominical que nos fue dejada por San Justino (Justino, Apologia, 61-62, 65-67) nos da testimonio ya antes del año 165 de las prácticas rituales de la Iglesia romana “en la cual - como dice San Ireneo – se custodiaba fielmente la tradición heredada de los apóstoles” (Adversus haereses, ii, 3). En este sentido, Europa nace también en torno a una tradición litúrgica. Christopher Dawson señala, no sin razón, que después de la caída del Imperio Romano de Occidente, el orden de la sagrada liturgia se mantuvo intacto en el caos y la liturgia constituyó el principal vínculo de unidad interior de la sociedad.
Esta admiración y esta reverencia se expresan principalmente en el idioma del silencio. El silencio, al que le dedicó bellas páginas el cardenal Ratzinger (Introducción al espíritu de la liturgia, Cinisello Balsamo, Edizioni San Paolo, 2007, pp. 203-212) se opone al ruido y expresa la distancia infinita entre el Dios inefable, que no puede ser experimentado en su esencia, y la humilde criatura que, sin él, caeria en la nada. Pero este Dios, adorado en su majestad divina, no es lejano, sino que al contrario es infinitamente cercano; porque se ha dado en Cristo, está presente en el altar en cuerpo, sangre, alma y divinidad. Sólo en la absoluta trascendencia divina se expresa la radical y extrema cercanía de Dios al hombre.
El antiguo rito romano no permite ningún tipo de malentendido: en ello es un sentido inigualable de la trascendencia divina. Ese no es el único rito posible, pero expresa con perfecta claridad que la única eclesiología que puede decirse católica y que cada litúrgia debe expresar.
La dimensión ritual es una dimensión constitutiva del nacimiento y del desarrollo de la sociedad europea y de los primeros siglos. La palabra traditio, en su sentido original, se refiere a la transmisión de los símbola fidei, o las fórmulas verbales, confirmadas por la autoridad eclesiastica, para la profesión pública de fe. La traditio se expresa en la entrega de la verdad, destinada a formar el depositum fidei, pero es también la búsqueda de formas en que estas verdades son transmitidas, la presencia de símbolos y rituales que expresan eficazmente estas verdades. Cada verdad, de hecho, se traduce en una liturgia, de acuerdo con la fórmula de Próspero de Aquitania, la lex orandi, lex credendi (o legem credendi lex statuat supplicandi; De vocatione omnium gentium, 1, 12).
La descripción de la Eucaristía dominical que nos fue dejada por San Justino (Justino, Apologia, 61-62, 65-67) nos da testimonio ya antes del año 165 de las prácticas rituales de la Iglesia romana “en la cual - como dice San Ireneo – se custodiaba fielmente la tradición heredada de los apóstoles” (Adversus haereses, ii, 3). En este sentido, Europa nace también en torno a una tradición litúrgica. Christopher Dawson señala, no sin razón, que después de la caída del Imperio Romano de Occidente, el orden de la sagrada liturgia se mantuvo intacto en el caos y la liturgia constituyó el principal vínculo de unidad interior de la sociedad.
La liturgia fue al mismo tiempo, el lugar de la tradición y el lugar de la fe, porque en ella la fe y la tradición se reunian y conciliaban. Al Papa Dámaso, elegido obispo de Roma en 366, se le debe la primera exposición del concepto de Petrinitas, como principio de orden jerarquico eclesiástico. Pero, la afirmación de la primacía romana, bajo Dámaso y sus sucesores, se puede decir que va paralela con el orden liturgico romano cuya definitiva configuración llega entre el IV y el VI siglo, culminando en la creación del Liber Sacramentorum de Gregorio Magno. La liturgia damaseno-gregoriana - como lo recuerda Monseñor Klaus Gamber - se fue imponiendo progresivamente en Occidente, y es la que ahora Benedicto XVI da de nuevo a la Iglesia.
Esta liturgia gregoriana, expresada por el antiguo ritual romano nos recuerda, a través de su silencio, sus genuflexiónes, su reverencia, la infinita distancia que separa el cielo de la tierra, nos recuerda que nuestro horizonte no es el horizonte terreno, sino el celeste. Nos recuerda que nada es posible sin el sacrificio y que el don de la vida natural y sobrenatural es un misterio.
No se trata de poner en competencia el antiguo rito con la nueva Misa, promulgada y autorizada por los últimos Papas. Se trata de entender como la restitución de la libertad al antiguo rito ; levanta una nueva barrera para el secularismo avanzante.
Este rito abre y cierra todos los 21 concilios ecuménicos de la Iglesia, desde Nicea hasta Vaticano II. Fue celebrado bajo las grandiosas bovedas de San Pedro y en las más humildes y remotas capillas de las extremidades de la tierra, hasta donde quiera que llegó el celo de los misioneros. Fue el centro del culto de todas las órdenes religiosas fundadas en la historia. El esplendor de Cluny y el renacimiento litúrgico de Dom Guéranger, lo envolvieron de majestad y de esplendor. Los mártires de la fe del siglo XX, encontraron en él la fuerza de resistir a sus verdugos. El rito romano constituye hoy, en la intención de Benedicto XVI, una respuesta eficaz al desafío de la secularización.
©L'Osservatore Romano