segunda-feira, 6 de julho de 2009

El arte sagrado, si es auténtico, remite a Dios


Hace algunos meses, Don Nicola Bux afirmaba en una entrevista que la sagrada y divina Liturgia, que incluye el arte sagrado, "es el atractivo de la Belleza que, a su vez, es el camino razonable de la Verdad". La espléndida homilía que a continuación ofrecemos (acompañada de dos de las imágenes a las que en ella se hace referencia), pronunciada por el Santo Padre al abrir nuevamente al culto la Capilla Paulina del Palacio Apostólico, es un magnífico ejemplo de cómo el auténtico arte sagrado remite necesariamente a la gloria de Dios.

Se realiza hoy, a pocos días de la solemnidad de los santos Pedro y Pablo y de la clausura del Año Paulino, mi deseo de poder reabrir al culto la Capilla Paulina. En las Basílicas Papales de San Pablo y de San Pedro hemos vivido las solemnes celebraciones en honor de los dos Apóstoles; esta tarde, casi como complemento, nos recogemos en el corazón del Palacio Apostólico, en la Capilla que ha sido querida por el Papa Pablo III y realizada por Antonio da Sangallo el Joven, precisamente como lugar reservado de oración para el Papa y para la Familia pontificia. Ayudan a meditar y a rezar de manera muy eficaz las pinturas y las decoraciones que la embellecen, en particular los dos grandes frescos de Miguel Ángel Buonarroti, que son los últimos de su larga existencia. Representan la conversión de Pablo y la crucifixión de Pedro.

La mirada es atraída sobre todo por el rostro de los dos Apóstoles. Es evidente, ya desde su posición, que estos dos rostros juegan un rol central en el mensaje iconográfico de la Capilla. Pero, más allá de la posición, nos llevan enseguida más allá de la imagen: nos interrogan y nos inducen a reflexionar.



Principalmente, detengámonos sobre Pablo: ¿por qué está representado con un rostro tan anciano? Es el rostro de un hombre anciano, mientras que sabemos – y lo sabía bien también Miguel Ángel – que la llamada de Saulo en el camino de Damasco ocurrió cuando tenía cerca de treinta años. La elección del artista nos lleva fuera del puro realismo, nos hace ir más allá de la simple narración de los eventos para introducirnos en un nivel más profundo. El rostro de Saulo-Pablo – que es el del mismo artista ya anciano, inquieto y en busca de la luz de la verdad - representa el ser humano necesitado de una luz superior. Es la luz de la gracia divina, indispensable para adquirir una nueva vista con la cual percibir la realidad orientada a la “esperanza que os espera en los cielos” – como escribe el Apóstol en el saludo inicial de la Carta a los Colosenses, que hemos escuchado recién (1,5).

El rostro de Saulo caído en tierra es iluminado desde lo alto, por la luz del Resucitado y, a pesar de su dramatismo, la representación inspira paz e infunde seguridad. Expresa la madurez del hombre interiormente iluminado por Cristo Señor, mientras alrededor gira una serie de eventos en el que todas las figuras se encuentran como en un remolino. La gracia y la paz de Dios han envuelto a Saulo, lo han conquistado y transformado interiormente. Esa misma “gracia” y esa misma “paz” anunciará él a todas sus comunidades en sus viajes apostólicos, con una madurez de anciano, no anagráfica sino espiritual, donada por el Señor mismo. Aquí, por lo tanto, en el rostro de Pablo, ya podemos percibir el corazón del mensaje espiritual de esta Capilla: el prodigio de la gracia de Cristo que transforma y renueva al hombre mediante la luz de su verdad y de su amor. En esto consiste la novedad de la conversión, de la llamada a la fe, que encuentra su realización en el misterio de la Cruz.



Del rostro de Pablo pasamos así al de Pedro, representado en el momento en que la cruz dada vuelta es levantada y él se vuelve a ver quien lo está observando. También este rostro nos sorprende. La edad representada aquí es la correcta, pero es la expresión la que nos maravilla e interroga. ¿Por qué esta expresión? No es una imagen de dolor, y la figura de Pedro comunica un sorprendente vigor físico. La cara, especialmente la frente y los ojos, parecen expresar el estado de ánimo del hombre frente a la muerte y el mal: hay como un desconcierto, una mirada aguda, tendida, casi buscando algo o a alguien, en la hora final. Y también en los rostros de las personas que están alrededor resaltan los ojos: reflejan miradas inquietas, algunos incluso asustados o extraviados.

¿Qué significa todo esto? Es lo que Jesús había dicho a su Apóstol: “Cuando seas viejo, otro te llevará donde tú no quieras”; y el Señor había añadido: “Sígueme” (Jn. 21, 18.19). Precisamente ahora se realiza la culminación del seguimiento: el discípulo no es más que el Maestro, y ahora experimenta toda la amargura de la cruz, de las consecuencias del pecado que separa de Dios, toda lo absurdo de la violencia y de la mentira. Si a esta Capilla se viene a meditar, no se puede escapar de la radicalidad de la cuestión planteada por la cruz: la cruz de Cristo, Cabeza de la Iglesia, y la cruz de Pedro, su Vicario sobre la tierra.

Los dos rostros, sobre los que se detiene nuestra mirada, están uno frente al otro. Más aún, se podría pensar que el de Pedro está dirigido precisamente al rostro de Pablo, el cual, a su vez, no ve pero lleva en sí la luz de Cristo resucitado. Es como si Pedro, en la hora de la prueba suprema, buscase aquella luz que ha dado la verdadera fe a Pablo. En este sentido, entonces, los dos íconos pueden convertirse en dos actos de un único drama: el drama del Misterio pascual: Cruz y Resurrección, muerte y vida, pecado y gracia.

El orden cronológico entre los acontecimientos representados está tal vez invertido pero emerge el plan de la salvación, aquel plan que el mismo Cristo ha realizado en sí mismo llevándolo a cumplimiento, como hemos cantado poco antes en el himno de la Carta a los Filipenses. Para quien viene a rezar en esta Capilla, y principalmente para el Papa, Pedro y Pablo se convierten en maestros de fe. Con su testimonio invitan a avanzar en profundidad, a meditar en silencio el misterio de la Cruz que acompaña a la Iglesia hasta el fin de los tiempos, y a acoger la luz de la fe, gracias a la cual la Comunidad apostólica puede extender hasta los confines de la tierra la acción misionera y evangelizadora que le ha confiado Cristo resucitado. Aquí no se hacen solemnes celebraciones con el pueblo. Aquí el Sucesor de Pedro y sus colaboradores meditan en silencio y adoran al Cristo viviente, presente especialmente en el santísimo Sacramento de la Eucaristía.

La Eucaristía es el sacramento en el que se concentra toda la obra de la Redención: en Jesús Eucaristía podemos contemplar la transformación de la muerte en vida, de la violencia en amor. Escondida bajo los velos del pan y del vino, reconocemos con los ojos de la fe la misma gloria que se manifestó a los Apóstoles después de la Resurrección, y que Pedro, Santiago y Juan contemplaron anticipadamente en el monte, cuando Jesús se transfiguró delante de ellos: evento misterioso, la Transfiguración, que el gran cuadro de Simón Cantarini vuelve a proponer en esta Capilla con fuerza singular.

En realidad, sin embargo, toda la Capilla – los frescos de Lorenzo Sabatini y Federico Zuccari, las decoraciones de otros numerosos artistas convocados aquí en un segundo momento por el Papa Gregorio XIII -, todo, podríamos decir, confluye aquí en un mismo y único himno a la victoria de la vida y de la gracia sobre la muerte y el pecado, en una sinfonía de alabanza y de amor a Cristo redentor que resulta altamente sugestiva.

Queridos amigos, al final de esta breve meditación, quisiera agradecer a cuantos han cooperado para que nosotros pudiésemos gozar nuevamente de este lugar sagrado completamente restaurado: al Profesor Antonio Paolucci y su predecesor el Doctor Francesco Buranelli que, como Directores de los Museos Vaticanos, se han ocupado de esta importantísima restauración; los diversos operadores especialistas que, bajo la dirección artística del Profesor Arnold Nesselrath, han trabajado sobre los frescos y sobre la decoración de la Capilla y, en particular, el Maestro Inspector Maurizio De Luca y su asistente Maria Pustka, que han dirigido los trabajos y han intervenido sobre los dos murales de Miguel Ángel, sirviéndose de la consulta de una comisión internacional formada por estudiosos de reconocida fama. Mi reconocimiento va también al Cardenal Giovanni Lajolo y a sus colaboradores del Governatorato, que han prestado especial atención a la obra. Y naturalmente un caluroso y debido agradecimiento dirijo a los beneméritos bienhechores católicos, americanos y no, es decir a los Patrons of the Arts, generosamente comprometidos en la salvaguardia y valorización del patrimonio cultural en el Vaticano, los cuales han hecho posible el resultado que hoy admiramos. A todos y a cada uno llegue la expresión de mi reconocimiento más cordial.

Dentro de poco, cantaremos el Magníficat. María Santísima, Maestra de oración y de adoración, junto con los santos Pedro y Pablo, obtenga abundantes gracias a cuantos vengan con fe a esta Capilla. Y nosotros esta tarde, agradecidos a Dios por sus maravillas y especialmente por la muerte y resurrección de su Hijo, elevamos a Él nuestra alabanza también por esta obra que hoy se completa. "A Aquel es que capaz de hacer infinitamente más de lo que podemos pedir o pensar, por el poder que obra en nosotros, a Él sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, por todas las generaciones y para siempre! Amén" (Ef. 3, 20-21).