quarta-feira, 28 de janeiro de 2009

El Cardenal Cañizares y la auténtica renovación


Don Antonio Cañizares, nuevo prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, nos ha citado en el palacio arzobispal de Toledo. Cuando llegamos, puntuales, está descendiendo del automóvil después de una visita pastoral. Por la mañana había estado en Madrid para encontrarse con el presidente del Gobierno que quería felicitarlo personalmente por el reciente nombramiento. Pero el cansancio no parece dejar rastros en él y, a pesar de que le insistimos para que descanse un poco, nos obliga a seguirlo en su oficina. Don Antonio es un hombre generoso y laborioso; y es también un hombre austero, cordial, de una sencillez campesina que rehúsa la pompa y las actitudes distantes. Es también un hombre de pequeña estatura con un gran corazón, un hombre de humanidad vivaz, a flor de piel, que sabe apasionarse cuando la ocasión lo requiere y sabe también sonreír dulcemente como cuando me permito bromear sobre el trastorno de las últimas semanas, transcurridas entre Roma y Toledo. Más que un príncipe de la Iglesia parece, a esta hora de la tarde, un sencillo párroco rural, lleno de entusiasmo por su vocación.

Quisiera hablar del nacimiento de su vocación, Eminencia.
Desde que tengo uso de la razón recuerdo haber querido ser sacerdote. He nacido en Utiel, un pueblo de la región valenciana donde mi padre era jefe de la oficina de telégrafos, pero luego nos transferimos a Sinarcas, un pueblo vecino donde mis abuelos tenían una fábrica de harina. Mi precoz vocación se alimentó en el clima de fe de mi familia donde no había, sin embargo, vocaciones sacerdotales. He vivido esa llamada con toda normalidad, haciéndola compatible con mis juegos infantiles y mis inquietudes de adolescente. He nacido el 15 de octubre y recuerdo que el primer libro que me han traído los Reyes Magos ha sido una biografía para niños de santa Teresa. Además, en la época en que era aspirante de la Acción Católica, el consejero era muy “teresiano” y me inició en los escritos y en la espiritualidad de la santa de Ávila. ¡Quién habría dicho entonces que me convertiría en obispo de aquella diócesis! Después de los primeros estudios, he estudiado latín y griego en Segorbe; luego he ido a Valencia donde inicié los estudios de filosofía que me servirían para profundizar los motivos profundos de mi vocación.

Y al profundizar estos motivos, ¿hubo momentos de flaqueza?
No, más bien de consolidación de la fe. En mi búsqueda ha sido decisivo el estudio de la epistemología y también de la metafísica. Los estudios de filosofía han desarrollado mi libertad de pensamiento; además he tenido un director espiritual que siempre me ha seguido sin ejercer nunca presión sobre mí. Luego he ido a Salamanca, donde he estudiado teología. Fueron años muy serenos en los que descubrí autores como de Lubac, Congar, von Balthasar, Journet y Guardini, que me han formado con grandísima naturalidad en el camino que llevaba al sacerdocio. Concluí los estudios en Salamanca y sorpresivamente me enviaron a hacer el doctorado en teología pastoral; todo esto en un momento de renovación conciliar en el que no han faltado episodios de confusión. Mi estancia en Salamanca me había permitido profundizar en el significado de la fidelidad a la Tradición que constituye la esencia misma de la Iglesia. He visto el Concilio Vaticano II no como una ruptura respecto a la Tradición sino como una confirmación de la Tradición, actualizada para poder ser ofrecida al hombre de nuestro tiempo. En aquellos años, una figura clave para mí ha sido la del inolvidable Papa Pablo VI, con sus lúcidas reflexiones sobre el ateísmo, la no creencia y la secularización. El magisterio de Pablo VI ha reforzado mi convicción de que el elemento constitutivo de la fe es radicarse en Dios, fundar toda la vida sobre Dios, reforzando también mi sentido de eclesialidad y mi amor por la Iglesia. En este sentido recuerdo que, en 1965 o 1966, cuando era diácono, leí un artículo del entonces profesor Ratzinger que afirmaba que la Iglesia no se reforma desde fuera sino desde dentro. Más importante que lo que nosotros podemos hacer con la Iglesia es lo que Dios hace con la Iglesia, la obra de Dios en la Iglesia, en la cual los hombres no somos más que instrumentos en sus manos. Y esta obra de Dios no podía ser, claramente, la secularización que reinaba en aquel momento. Lo que Dios estaba pidiendo, desde el interior de la Iglesia, no era una mera adaptación, un simple cambio o “aggiornamento”, sino una profundización en los aspectos que la constituyen: la Liturgia, la oración, la Palabra de Dios, los sacramentos.

¿Cómo han sido los inicios de su ministerio sacerdotal?
En los tiempos del doctorado trabajaba como diácono en la parroquia de San Alfonso, en Madrid. Había elegido como objeto de mi estudio la predicación de santo Tomás de Villanueva que ha sido uno de mis grandes maestros y ha reforzado mi fidelidad a la Tradición de la Iglesia revelándome que la fuerza del predicador proviene de las fuentes de la oración, de los Santos Padres y del encuentro personal con Dios. En 1970, cuando fui ordenado sacerdote, monseñor José María García Lahiguera, arzobispo de Valencia, llegado expresamente de Sinarcas para la ordenación, me dijo: “Antonio, te ordenas sacerdote para ser santo; si no lo serás, mejor que no te ordenes”. He mantenido con don José María una relación muy estrecha que me ha transmitido una profundidad espiritual y un firme sentido eclesial. Una vez ordenado sacerdote, concluí mi tesis de doctorado y fui a Alcoy donde desarrollé la función de vicario en la parroquia de Santa María, trabajando intensamente en la formación de catequistas y profesores de religión. También tuve la suerte de convivir con estudiantes en un colegio universitario de ingenieros industriales y conocer así directamente sus problemas. Los jóvenes ya estaban expuestos a algunas corrientes de “cambio por el cambio mismo”, de ruptura un poco nihilista con el pasado que desembocaba inevitablemente en el vacío, en hacer callar a Dios, en hacer del hombre un dios. Luego he pasado a la iglesia de San Gerardo, en el barrio madrileño de Aluche, como vicario asignado a la parroquia, dedicándome al mismo tiempo a la enseñanza en la Escuela superior de pedagogía de la fe y en la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis. Poco después inicié mi actividad como profesor de teología pastoral en la Universidad pontificia de Salamanca y de catequética en el Instituto de pastoral. En aquellos años comprendí que la catequesis debía dar razón de la fe y esto me hizo reflexionar sobre la relación entre la fe y el pensamiento contemporáneo, sin perder de vista el hecho de que la fe es, ciertamente, un don que da plenitud al hombre, que da plenitud también a la razón. Es un concepto que ha orientado también mi trabajo en la Comisión de la doctrina de la fe, desde la mitad de los años ochenta.

Usted, antes de ocupar la sede primacial de Toledo, ha sido obispo de dos sedes emblemáticas, Ávila y Granada. ¿Cómo recuerda aquella experiencia?
Cuando me nombraron obispo de Ávila quedé paralizado por el estupor. Cuando el nuncio me lo comunicó, permanecí en silencio y luego dije: Fiat voluntas tua, que se convertiría en mi lema episcopal. Pocos días después de la publicación de mi nombramiento, hubo una persona que quiso dedicarme una hora de su tiempo en Roma. Me explicó qué significaba ser obispo, y en particular obispo de Ávila: me dijo que santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz vieron siempre en Dios la llave y el fundamento de todo. Es esta la opción que se ofrece al hombre contemporáneo: vivir en Dios o no vivir en Él; comprender todo a partir de Dios mismo o ver todo como si fuera obra nuestra. Santa Teresa nos ha enseñado a ver un Dios muy “humano”, nos ha enseñado a ver el rostro humano de Dios en la persona de su Hijo, concepto sobre el cual está insistiendo nuestro actual Papa. La espiritualidad teresiana ha hecho que se enraizase aún más en mi vida el significado cristocéntrico de todo: es Jesucristo que nos revela y nos dona a Dios.

Luego ha venido Granada que, si he entendido bien, lo ha ayudado a conocer mejor a otra mujer fundamental…
Es cierto. En Granada se concluyó mi acercamiento a la figura de aquella gran mujer que ha sido Isabel la Católica, a quien había estudiado durante mi estancia en Ávila. Santa Teresa y la reina Isabel son indudablemente las dos mujeres más importantes de la historia de España. Granada, como se sabe, fue la última sede del dominio islámico en España; y al llegar a Granada descubro que está teniendo lugar una penetración organizada del Islam que no es espontánea y tampoco simplemente fruto de los movimientos migratorios. A todo eso debía dar una respuesta, que no ha sido la de oponerme, sino más bien la de reforzar la identidad cristiana promoviendo la religiosidad popular que – más allá de aquellos aspectos que pueden tener necesidad de purificación – es expresión profunda de las raíces espirituales de un pueblo. Allí descubrí que la reina Isabel llevó a término la evangelización de Granada instituyendo varios monasterios de clausura en el barrio de Albaicín. En efecto, no puede haber evangelización sin oración, sin contemplación, sin un testimonio verdadero del Dios vivo, revelado y manifestado en Jesucristo.

Y luego viene Toledo…
Cuando me nombran arzobispo de Toledo, recuerdo providencialmente una conferencia del cardenal Ratzinger a la que había asistido. En ella había afirmado que la unidad en la fe entre los pueblos germánicos y latinos, superando el arrianismo, se había logrado en el tercer concilio de Toledo. Y aquella unidad – sostenía Ratzinger – fue la semilla de unidad para España y, aún más, de unidad para Europa. De la unión de los pueblos germánicos y latinos en la fe surge una cultura nueva que no hubiera sido posible hasta entonces y también una moral nueva que se delinearía en los sucesivos concilios toledanos. Luego, con la invasión musulmana, los mozárabes permanecen en Toledo conservando el propio rito, a pesar de la persecución y la discriminación social que sufrieron. Esto fue posible porque el trabajo desarrollado por los concilios toledanos había favorecido un enraizamiento profundo de la fe. En Toledo se ve como toda la historia sucesiva de España es, como dice Julián Marías, un intento de recuperar la España perdida. España se construye precisamente a partir de la fe católica ya que, si bien habían coexistido estructuras políticas diversas, la identidad española estaba marcada por la eclesialidad, por el vínculo con la sede de Pedro. Llegamos así al siglo XV, con la imponente figura de la reina Isabel que cuando iba a Toledo no residía en un palacio sino en la catedral, y desde su habitación asistía a la Misa. Además, cada vez que desde Castilla se dirigía a Andalucía, pasaba por Guadalupe, un santuario de la arquidiócesis de Toledo. Es allí donde autoriza el viaje de Colón con la condición de que las tierras descubiertas fueran evangelizadas. Así tiene inicio la empresa más grande de toda la historia española, la evangelización de América, y en consecuencia la creación de una nueva humanidad que, sin renegar de lo bueno y grande que había en aquellas civilizaciones indígenas, las abriría al horizonte de la redención. Desde Toledo se entiende bien que si España dejara de ser católica, dejaría de ser España.

Dos rasgos característicos de esta identidad católica toledana son la fiesta del Corpus Domini y la fuerza de su seminario.
La fiesta del Corpus Domini no es un hecho aislado sino que, más bien, caracteriza el arraigado sentido eucarístico de esta diócesis donde nacieron las primeras confraternidades eucarísticas de España. La Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia, y en Toledo la eclesialidad nace precisamente de la Eucaristía. Respecto al seminario, debo reconocer la herencia impagable que ha recibido de los cardenales Francisco Álvarez Martín y Marcelo González Martín, sin duda uno de los obispos que ha sabido aplicar las enseñanzas del concilio Vaticano II. Don Marcelo ha reforzado la comunión con la Iglesia dedicándose a la renovación de los seminarios españoles, acusados en aquel momento de ser retrógrados. Ha logrado así que Toledo haya dado en estos años cuatrocientos sacerdotes, que su edad media sea de 46 años, que el número de seminaristas sea, en términos comparativos con la población de la diócesis, el más alto de España. En Toledo, además, hay un sentido misionero muy fuerte. Yo no he hecho más que custodiar la herencia recibida, consciente del rol que el Primado desarrolla en la Iglesia española.

Ahora que ha sido llamado a Roma será muy importante la visión que ofrecerá de España a la Santa Sede. ¿No cree que España sea un lugar fundamental para entender lo que está ocurriendo en Occidente?
Creo que España, con connotaciones que le son propias, está inmersa en la cultura que hoy domina en Occidente, plasmada en nuevas disposiciones jurídicas que buscan remodelar el significado originario de la naturaleza humana, de la familia, de los derechos humanos, y así sucesivamente. Sin pretender que España sea el centro de todo, es evidente que su significado es central en el contexto actual del cristianismo. Y el rol que en este momento debe desarrollar la Iglesia en España es fundamental. Esto no significa que la Iglesia española deba contraatacar o reaccionar con miedo; debe simplemente presentar al hombre de nuestro tiempo la Tradición heredada, que no es una tradición muerta sino un motor para llevar a término las grandes gestas humanas que nos han constituido como españoles, desde el reconocimiento del derecho de las personas promovido por la Escuela de Salamanca hasta la unidad lograda entre los diversos pueblos de España. España desempeña, además, un rol muy importante al otro lado del Atlántico ya que continúa siendo un espejo en el cual se miran nuestros hermanos hispanoamericanos. Poco tiempo atrás he pronunciado una conferencia en la Universidad Católica de Chile sobre las raíces cristianas de España y Europa, que tan insensatamente estamos negando, y al final me han dicho que había descrito con precisión la actual situación de Chile que es similar a la nuestra ya que España es su punto de referencia. La Iglesia en España debe ser consciente y debe proponer su riqueza sin ningún temor. Esta riqueza es Jesucristo, el Logos hecho carne que, como tantas veces ha afirmado el Papa Benedicto XVI, se da a nosotros por amor. La Iglesia en España debe realizar la tarea claramente definida de afirmar la verdad de Jesucristo, una afirmación que no va contra nadie sino, más bien, a favor de todos. Esta verdad se expresa y se realiza en el amor; por eso, ninguna fuerza política, ni social, ni de otro tipo, debe temer a la Iglesia. Simplemente estamos ofreciendo un futuro a la humanidad, una apertura a la esperanza. La Iglesia en España, en esta circunstancia histórica, debe decir con fuerza sí al hombre, sí a la vida, sí al matrimonio entre un hombre y una mujer, sí a la familia, sí a los derechos humanos fundamentales, sí a una solidaridad real y efectiva entre los hombres, sí a una nueva economía, sí a un nuevo orden que se reconozca en Dios, que se afirme en Dios, en aquel Dios que se ha revelado a nosotros con el rostro humano de Jesús.

Supongo que para usted, Eminencia, será muy duro dejar Toledo…
Efectivamente dejar Toledo es un desgarro, un despojo; pero lo vivo como una experiencia de unidad con la Iglesia, como aquella de la que habla san Pablo en su carta a los filipenses. El despojarse de sí mismo es la gran esperanza de la humanidad, es una experiencia que vivió Abraham, cuyo ejemplo me está ayudando mucho en estos días: “Ve hacia la tierra que te mostraré”. También yo voy hacia una tierra prometida, tierra de futuro. Dios me conduce donde está el futuro, que es junto a Pedro, con Pedro, siempre con Pedro. Voy, además, a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. ¿Dónde está el futuro del hombre si no es en la adoración de Dios? El Papa está insistiendo de todos los modos sobre este punto. Basta leer su bellísimo libro “Introducción al espíritu de la liturgia”, que es mi programa de acción como prefecto de la congregación. La adoración es la ofrenda a Dios, es el reconocimiento de Dios como centro de todo, aquel Dios que no es antagonista del hombre sino, por el contrario, que va al encuentro del hombre, lo eleva, lo ennoblece. Delante de Él, el hombre sólo puede decir: “Estoy aquí, me ofrezco en todo lo que Tú me has dado que es precisamente la persona de Cristo”. A través de la liturgia, Cristo se hace presente en la Iglesia, la cual no es simplemente una sociedad que prosigue “la causa de Jesús” sino que es Jesús mismo presente y operante en ella. En la liturgia nos sentimos transformados porque vemos cada cosa desde Dios y, en consecuencia, transfigurados por su amor, que se realiza en la Eucaristía. En la liturgia, Dios va al encuentro del hombre, Dios habla al hombre como amigo, le revela su intimidad, lo hace entrar en su secreto y su verdad.

Benedicto XVI ha insistido mucho sobre el carácter de la Tradición como elemento constitutivo de la fe de la Iglesia. En sus catequesis sobre los Santos Padres, en sus homilías y en sus discursos, se refleja constantemente este pensamiento.
De hecho, la Tradición por excelencia, el evento fundamental de la Tradición, es la Eucaristía. Lo dice san Pablo: “les he transmitido lo que he recibido”. La Eucaristía es fundamentalmente Tradición, don de la realidad única que la Iglesia tiene y que constituye la Iglesia, Jesucristo. Y la Iglesia de Jesucristo ha sido y será siempre Tradición, nunca ruptura con cuando ha heredado. Algunos han sostenido que la reforma conciliar rompía con la liturgia precedente pero en realidad es lo contrario: se trataba de dar aquello que se había recibido con fidelidad y, obviamente, con la natural actualización de las que algunas formas tenían necesidad. Por eso pienso que la verdadera renovación de la Liturgia es asumir la Tradición, haciendo posible una Iglesia capaz de donar aquello que es su riqueza, vida y pensamiento, aquello que ha transformado la historia y generado una humanidad nueva. La Liturgia es memoria, pero no memoria de un pasado inerte sino más bien de algo que se está realizando delante de nosotros y que aún debe realizarse en su plenitud.

¿No le parece que los católicos a menudo hemos convertido esta memoria viva en letra muerta? Cuando un católico dice en la Misa, por ejemplo, “¡Ven Señor Jesús!”, ¿usted cree que es plenamente consciente de lo que está diciendo?
Lamentablemente ya no somos conscientes de que al decir “¡Ven Señor Jesús!” estamos repitiendo el marana tha de San Pablo (1 Corintios 16, 22) y del Apocalipsis (22, 20), y no lo relacionamos ni siquiera con la frase del Padrenuestro “venga a nosotros tu reino”. Hemos hecho de las palabras litúrgicas una rutina. Aquel “¡Ven Señor Jesús!” es pronunciado por una comunidad que está viviendo en la dificultad y que anhela el retorno de su Salvador. Y, naturalmente, si lo dijéramos con toda la verdad que contiene estaríamos expresando también todo el “espíritu de la liturgia” ya que estaríamos pidiendo que lo que está ocurriendo allí se convierta en realidad histórica y visible para los hombres y santifique también el futuro del hombre: la vida eterna. Recuperar la liturgia, recuperar la Eucaristía dominical, debe ser uno de los compromisos de la Iglesia: sobre este punto han insistido mucho los últimos dos Papas. Es necesario superar la “rutinización”; es necesario realizar una formación profunda en la liturgia.

Es decir, una catequesis sobre la liturgia…
Efectivamente, una catequesis de la liturgia. Además, que todo en la catequesis conduzca a la liturgia. Se ha separado mucho liturgia y catequesis; el catecismo de la Iglesia Católica, en cambio, las une plenamente. Volvamos ahora al “¡Ven Señor Jesús!” que usted ha citado antes. Si tomamos los textos catequísticos y examinamos como son consideradas estas realidades últimas observamos que con frecuencia no son tratadas o, si lo son, son vistas como una especie de utopía o de escatología social. Han desaparecido la resurrección de la carne (y esto ha condicionado incluso la traducción misma del Credo), la vida eterna, la retribución personal, el estar realmente con Dios. Y así la fe se transforma en un secularismo más o menos espiritualista. Una ausencia similar constatamos al examinar el modo en que se trata la Creación en estos textos catequísticos. Si no hay Creación, no hay vida eterna: el hombre es sólo de este mundo, inmanentismo puro. Esta distorsión de los dogmas de la fe se ha cristalizado en la presentación del “Jesús de los valores”, el Jesús que sólo sería un mero modelo moral para imitar; de este modo, la misma crucifixión se puede presentar, como se lee en algunos libros, como una especie de accidente de trabajo. Se pierden así los valores de sacrificio, redención, expiación, reconciliación, misericordia que nos salva del pecado, del abismo de la muerte y del infierno. No se habla ni siquiera del infierno, otra realidad ausente como también está ausente el pecado original. Y así la fe se transforma en un moralismo fácilmente sustituible por cualquier otro.

Podríamos continuar indefinidamente ya que la conversación de don Antonio es fluida e inagotable. Pero la memoria de mi grabador lamentablemente se ha agotado. Al despedirme del cardenal llego a pensar que tal vez el trastorno de los desplazamientos entre Roma y Toledo, sin que el cansancio parezca dejar rastros en él, se pueda explicar como un caso milagroso de bilocación. Para nosotros, los católicos españoles, su inminente partida de Toledo es un desgarro muy profundo que nos hace sufrir; pero al mismo tiempo nos llena de esperanza por los desafíos que lo esperan en Roma. Es un hombre que sabe amar y que sabe hacerse amar. Y estamos seguros que esta capacidad de amar y hacerse amar beneficiará a la Iglesia universal.

Fuente: L’Osservatore Romano
(texto italiano en Papa Ratzinger blog)
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo