por Sandro Magister
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ROMA, 15 de mayo de 2009 – Inició su viaje desde el Monte Nebo, recordando "el vínculo inseparable que une a la Iglesia con el pueblo judío" y expresando "el deseo de superar todo obstáculo que se interponga a la reconciliación entre cristianos y judíos".
Lo ha concluido el viernes 15 de mayo, en el aeropuerto de Tel Aviv, de nuevo con el lema de esta proximidad entre los dos pueblos.
Al saludar al presidente de Israel antes de partir para Roma, Benedicto XVI ha llegado a decir que el olivo plantado por los dos juntos, en el jardín del palacio presidencial, es "la imagen utilizada por san Pablo para describir las relaciones estrechísimas entre cristianas y judíos". La Iglesia de los gentiles es el olivo selvático injertado en el olivo bueno que es el pueblo de la Alianza. Ambos se nutren de la misma raíz.
Curiosamente, en su discurso final, esta imagen del olivo judeo-cristiano es la primera recordada por Benedicto XVI al poner de relieve los momentos del viaje que "más lo han impresionado" interiormente.
A esta imagen él ha hecho seguir otras dos instantáneas destacadas: el memorial de Yad Vashem y el muro divisorio entre Israel y los Territorios.
Ambos momentos han suscitado críticas al Papa. En Yad Vashem se le ha reprochado haber sido evasivo y frío al describir y condenar la Shoah, cuando en realidad Benedicto XVI – impolítico como siempre – se había distanciado de las fórmulas usuales para desarrollar más bien una reflexión original y profunda sobre el "nombre" de todas las víctimas de entonces y de siempre, desde el tiempo de Abel. Nombres indelebles no tanto porque están impresos en la memoria de los hombres, sino porque estuvieron en vida irrevocablemente custodiados por Dios. Nombre que en la Biblia coincide con la persona y la misión de cada creatura.
Sobre este punto, en el discurso final el Papa Ratzinger ha respondido en forma implícita a las críticas, recordando su visita del año 2006 a Auschwitz, "donde tantos judíos – madres, padres, maridos, esposas, hijos, hijas, hermanos, hermanas, amigos – fueron brutalmente exterminados bajo un régimen sin Dios, que propagaba una ideología cargada de antisemitismo y odio. Este espantoso capítulo de la historia jamás debe ser olvidado o negado".
Pero sobre todo el Papa ha querido incitar a obtener, a partir de la reflexión sobre la Shoah, un motivo más de apaciguamiento entre cristianos y judíos, recurriendo de nuevo al símbolo del olivo: "Esos oscuros recuerdos deben reforzar nuestra determinación de acercarnos todavía más unos con otros como ramos del mismo olivo, nutridos por las mismas raíces y unidos por un amor fraterno".
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En cuanto al muro que divide a Israel de los Territorios, la crítica que muchos judíos hacen a la Santa Sede es de descuidar la finalidad de la barrera de seguridad, contra las incursiones terroristas, y de ser partidario más de los palestinos que de los israelitas. En su discurso final, el Papa se ha expresado así a propósito de este tema:
"Una de las visiones más tristes para mí, durante mi visita a estas tierras, ha sido la del muro. Mientras lo bordeaba, he rezado por un futuro en el que los pueblos de Tierra Santa puedan vivir juntos, en paz y armonía, sin la necesidad de semejantes instrumentos de seguridad y de separación, pero respetándose y confiando unos en los otros, renunciando a toda forma de violencia y de agresión".
Al hablar de este modo, Benedicto XVI ha reconocido por un lado las aflicciones que la barrera inflige al pueblo palestino, pero por otro lado ha reconocido explícitamente también su naturaleza de "instrumento de seguridad" para Israel. Y ha invitado a todos, a fin de que este muro pueda caer, a conjugar seguridad y confianza recíproca, como ya había hecho el lunes 11 de mayo en Jerusalén, durante la visita "del olivo" al palacio presidencial, reflexionando sobre el doble significado de la palabra bíblica "betah".
Además, siempre en el discurso final en el aeropuerto de Tel Aviv, al invocar el fin de la guerra y del terrorismo y al auspiciar una "two-State solution", el Papa ha resaltado la necesidad que "sea reconocido universalmente que el Estado de Israel tiene el derecho a existir y a gozar de paz y seguridad dentro de límites internacionalmente reconocidos".
Con esto el Papa Ratzinger ha brindado su ayuda al pedido que el primer ministro israelí Bibi Netaniahu le había hecho el día anterior en Nazaret, en un diálogo a puertas cerradas: la de condenar las posiciones negacionistas de Irán respecto a la existencia del Estado de Israel.
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A continuación se reproduce el discurso con el que Benedicto XVI ha concluido su viaje el viernes 15 de mayo.
Pero más abajo se reproduce también el discurso pronunciado en la misma mañana por el Papa en Jerusalén, en la basílica del Santo Sepulcro, última etapa de su peregrinación en los Santos Lugares.
Benedicto XVI lo ha pronunciado inmediatamente después de haber rezado, arrodillado, sobre la tumba vacía de Jesús, la tumba de la resurrección.
Desde el comienzo ha insistido en proclamar que más allá de Jesús resucitado "no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación".
Estas palabras no son una cita de la "Dominus Iesus", la Declaración "sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia", emitida en el año 2000 por el entonces cardenal Joseph Ratzinger y criticada también por muchos judíos. Están tomadas de la predicación de Pedro, en el capítulo cuarto de los Hechos de los Apóstoles, predicación que hoy es la de su sucesor.
A todos los que sufren en la tierra que fue de Jesús, sean ellos judíos o árabes, cristianos o musulmanes, Benedicto XVI ha querido dar esta consigna, delante de la tumba vacía del Resucitado:
"La tumba vacía nos habla de esperanza, la misma que no nos defrauda, porque es don del Espíritu de la vida. Éste es el mensaje que hoy deseo dejarles, como conclusión de mi peregrinación en Tierra Santa".
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Discurso de despedida en el aeropuerto de Tel Aviv, el 15 de mayo de 2009
por Benedicto XVI
[ Árabe, Inglês, Italiano]
Señor presidente, señor primer ministro, excelencias, señoras y señores, mientras me dispongo a retornar a Roma querría compartir con ustedes algunas de las cosas que más me han impresionado interiormente durante mi peregrinación en Tierra Santa. [...]
Señor presidente, usted y yo hemos plantado un árbol de olivo en su residencia, en el día de mi llegada a Israel. Como usted sabe, el árbol de olivo es una imagen utilizada por san Pablo para describir las relaciones estrechísimas entre cristianos y judíos. En su carta a los Romanos, Pablo describe cómo la Iglesia de los gentiles es como un brote de olivo selvático, injertado en el árbol de olivo bueno que es el pueblo de la Alianza (cfr. 11, 17-24). Extraemos nuestro alimento de las mismas raíces espirituales. Nos encontramos como hermanos, hermanos que en ciertos momentos de la historia común han tenido una relación tensa, pero que ahora están firmemente empeñados en la construcción de puentes de amistad duradera.
La ceremonia en el palacio presidencial ha sido seguida por uno de los momentos más solemnes de mi permanencia en Israel: mi visita al Memorial del Holocausto en Yad Vashem, donde he rendido homenaje a las víctimas de la Shoah. Allí también he encontrado a algunos de los sobrevivientes. Esos encuentros profundamente conmovedores han renovado recuerdos de mi visita, tres años atrás, al campo de la muerte en Auschwitz, donde también tantos judíos – madres, padres, maridos, esposas, hijos, hijas, hermanos, hermanas, amigos – fueron brutalmente exterminados bajo un régimen sin Dios, que propagaba una ideología de antisemitismo y odio. Ese espantoso capítulo de la historia jamás debe ser olvidado o negado. Al contrario, esos oscuros recuerdos deben reforzar nuestra determinación de acercarnos todavía más unos a otros, como ramas del mismo olivo, nutridos por las mismas raíces y unidos por un amor fraterno.
Señor presidente, le agradezco la calidez de su hospitalidad, muy apreciada, y deseo que conste el hecho que he venido a visitar este país como amigo de los israelitas, así como soy amigo del pueblo palestino. Los amigos aman transcurrir el tiempo en compañía recíproca y se afligen profundamente al ver sufrir al otro. Ningún amigo de los israelitas y de los palestinos puede evitar entristecerse por la continua tensión entre vuestros dos pueblos. Ningún amigo puede hacer menos que llorar por los sufrimientos y las pérdidas de vidas humanas que ambos pueblos han sufrido en las últimas seis décadas.
Me permito dirigir este llamado a todo el pueblo de estas tierras: ¡No más derramamiento de sangre! ¡No más desencuentros! ¡No más terrorismo! ¡No más guerra! Por el contrario, rompamos el círculo vicioso de la violencia. Que pueda instaurarse una paz duradera basada en la justicia, que haya verdadera reconciliación y curación. Que se reconozca universalmente que el Estado de Israel tiene el derecho a existir y a gozar de paz y seguridad dentro de límites reconocidos internacionalmente. Que se reconozca igualmente que el pueblo palestino tiene el derecho a una patria independiente y soberana, a vivir con dignidad y a viajar libremente. Que la "two-State solution", la solución de los dos Estados, se haga realidad y no quede como un sueño. Y que la paz pueda difundirse por estas tierras; que puedan ser "luz para las naciones" (Isaías 42, 6), llevando esperanza a otras numerosas regiones que son golpeadas por conflictos.
Una de las visiones más tristes para mí, durante mi visita a estas tierras, ha sido la del muro. Mientras lo bordeaba, he rezado por un futuro en el que los pueblos de Tierra Santa puedan vivir juntos, en paz y armonía, sin la necesidad de semejantes instrumentos de seguridad y de separación, sino respetándose y confiando uno en el otro, renunciando a toda forma de violencia y de agresión. Señor presidente, sé cuán difícil será alcanzar ese objetivo. Sé cuán difícil es su tarea y la de la autoridad palestina. Pero le aseguro que mis oraciones y las oraciones de los católicos de todo el mundo lo acompañan, mientras usted sigue esforzándose para construir una paz justa y duradera en esta región. [...] Les digo a todos: gracias y que el Señor esté con ustedes. ¡Shalom!
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Discurso en la basílica del Santo Sepulcro, Jerusalén, el 15 de mayo de 2009
por Benedicto XVI
[Árabe, Inglês, Italiano]
Queridos amigos en Cristo, el himno de alabanza que recién hemos cantado nos une a las asambleas de los ángeles y a la Iglesia de todo tiempo y lugar – “el glorioso coro de los apóstoles, la noble compañía de los profetas y el ejército inocente de los mártires” – mientras damos gloria a Dios por la obra de nuestra redención, cumplida en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Frente a este Santo Sepulcro, donde el Señor “ha vencido al aguijón de la muerte y ha abierto el reino de los cielos a cada creyente”, los saludo a todos en la alegría del tiempo pascual. [...]
El Evangelio de san Juan nos ha transmitido un sugestivo relato de la visita de Pedro y del discípulo amado a la tumba vacía en la mañana de Pascua. Hoy, a casi veinte siglos de distancia, el sucesor de Pedro, el obispo de Roma, se encuentra delante de esa misma tumba vacía y contempla el misterio de la resurrección. Siguiendo las huellas del Apóstol, deseo una vez más, frente a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo, proclamar la fe firme de la Iglesia que confiesa que Jesús “fue crucificado, muerto y sepultado”, y que “al tercer día resucitó de entre los muertos”. Elevado a la derecha del Padre, él nos ha enviado su Espíritu para el perdón de los pecados. Fuera de Él, a quien Dios ha constituido Señor y Cristo, “no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación” (Hch 4, 12).
Al encontrarnos en este santo lugar y considerando ese maravilloso acontecimiento, ¿cómo podríamos no sentirnos “conmovidos profundamente” (cfr. Hch 2, 37), al igual que aquellos que fueron los primeros en escuchar la predicación de Pedro el día de Pentecostés? Aquí Cristo murió y resucitó, para no morir jamás. Aquí la historia de la humanidad se cambió en forma definitiva. El largo dominio del pecado y de la muerte fue destruido por el triunfo de la obediencia y de la vida; el leño de la cruz revela la verdad sobre el bien y el mal; el juicio de Dios fue pronunciado sobre este mundo y la gracia del Espíritu Santo fue esparcida sobre toda la humanidad. Aquí Cristo, el nuevo Adán, nos ha enseñado que jamás el mal tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro y el de la humanidad están en las manos de un Dios generoso y fiel.
La tumba vacía nos habla de esperanza, la misma que no nos defrauda, porque es don del Espíritu de la vida (cfr. Rm 5, 5). Éste es el mensaje que hoy deseo dejarles, como conclusión de mi peregrinación en Tierra Santa. ¡Que la esperanza pueda elevarse siempre de nuevo, por la gracia de Dios, en el corazón de cada persona que vive en estas tierras! Que pueda arraigar en vuestros corazones, permanecer en vuestras familias y comunidades e inspirar en cada uno de ustedes un testimonio cada vez más fiel al Príncipe de la Paz. La Iglesia en Tierra Santa, que con frecuencia ha experimentado el oscuro misterio del Gólgota, jamás debe dejar de ser un intrépido heraldo del luminoso mensaje de esperanza que esta tumba vacía proclama. El Evangelio nos dice que Dios puede hacer nuevas todas las cosas, que la historia no necesariamente se repite, que las memorias pueden ser purificadas, que los amargos frutos de la recriminación y de la hostilidad pueden ser superados, y que un futuro de justicia, de paz, de prosperidad y de colaboración puede surgir para cada hombre y mujer, para toda la familia humana y de manera especial para el pueblo que vive en esta tierra, tan apreciada por el corazón del Salvador.
Esta antigua iglesia de la Anastásis presenta su mudo testimonio, tanto del peso de nuestro pasado - con todas sus imperfecciones, incomprensiones y conflictos - como de la promesa gloriosa que sigue irradiando desde la tumba vacía de Cristo. Este lugar santo, donde el poder de Dios se reveló en la debilidad y en el que los sufrimientos humanos fueron transfigurados por la gloria divina, nos invita a mirar una vez más con los ojos de la fe el rostro del Señor crucificado y resucitado. Al contemplar su carne glorificada, completamente transfigurada por el Espíritu, llegamos a comprender más plenamente que también ahora, por medio del Bautismo, “siempre y en todos lados llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal” (2Cor 4, 10-11). ¡También ahora la gracia de la resurrección está obrando en nosotros! Que la contemplación de este misterio pueda incentivar nuestros esfuerzos, tanto como individuos como también como miembros de la comunidad eclesial, para crecer en la vida del Espíritu mediante la conversión, la penitencia y la oración. Que pueda además ayudarnos a superar, con el poder de ese mismo Espíritu, todo conflicto y tensión nacidos de la carne, y a remover todo obstáculo, tanto interno como externo, que se interpone a nuestro común testimonio de Cristo y al poder de su amor que reconcilia.
Con estas palabras de estímulo, queridos amigos, concluyo mi peregrinación a los lugares santos de nuestra redención y renacimiento en Cristo. Ruego para que la Iglesia en Tierra Santa extraiga siempre mayor fuerza de la contemplación de la tumba vacía del Redentor. En esa tumba, ella es llamada a sepultar todas sus ansiedades y miedos, para resurgir nuevamente cada día y continuar su viaje por las calles de Jerusalén, de Galilea y de otras ciudades, proclamando el triunfo del perdón de Dios y la promesa de una vida nueva. Como cristianos, sabemos que la paz que anhela esta tierra desgarrada por conflictos tiene un nombre: Jesucristo. “Él es nuestra paz”, que nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo mediante la Cruz, poniendo fin a la enemistad (cfr. Ef 2, 14). En sus manos, por lo tanto, ponemos toda nuestra esperanza para el futuro, así como en la hora de las tinieblas él encomendó su espíritu a las manos del Padre.
Permítanme concluir con una palabra especial de estímulo para mis hermanos obispos y sacerdotes, como también para los religiosos y las religiosas que sirven a la amada Iglesia en Tierra Santa. Aquí, frente a la tumba vacía, en el corazón mismo de la Iglesia, los invito a renovar el entusiasmo de vuestra consagración a Cristo y vuestro compromiso en el amoroso servicio a su Cuerpo místico. Es inmenso vuestro privilegio de testimoniar a Cristo en esta tierra que Él ha santificado mediante su presencia terrenal y su ministerio. Con caridad pastoral haced capaces, a vuestros hermanos y hermanas, y a todos los habitantes de esta tierra, de percibir la presencia del Resucitado que redime y de su amor que reconcilia. Jesús nos pide a cada uno de nosotros que seamos testigos de unidad y de paz para todos aquéllos que viven en esta Ciudad de la Paz. Como nuevo Adán, Cristo es el manantial de la unidad a la que está llamada toda la familia humana, esa misma unidad de la que la Iglesia es signo y sacramento. Como Cordero de Dios, él es la fuente de la reconciliación, que al mismo tiempo es don de Dios y sagrado deber encomendado a nosotros. Cual Príncipe de la Paz, Él es el manantial de esa paz que supera toda comprensión, la paz de la nueva Jerusalén. Que Él pueda sostenerlos en vuestras pruebas, confortarlos en vuestras aflicciones y confirmarlos en vuestros esfuerzos de anunciar y de extender su Reino. A todos ustedes y a cuantos son los destinatarios de vuestras atenciones pastorales imparto cordialmente mi bendición apostólica, como prenda de la alegría y de la paz de Pascua.
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El programa, los discursos y las homilías del viaje de Benedicto XVI:
Peregrinación a Tierra Santa, 8-15 de mayo de 2009
Fonte: Chiesa