Hoy se ha presentado en la Sala de Prensa Vaticana el libro “Luz del mundo” que recoge los diálogos del Papa Benedicto XVI con el periodista alemán Peter Seewald. Desde mañana estará oficialmente a la venta. Mientras esperamos leer el libro completo, ofrecemos la traducción para el español de unos bellísimos extractos, publicados por el periódico Avvenire, en los que podemos conocer más de cerca a Benedicto XVI, sus sentimientos al momento de la elección pontificia, su visión del ministerio petrino, así como algunos detalles de su vida cotidiana.
Santo Padre, el 16 de abril de 2005, en el día de su 78º cumpleaños, usted comunicaba a sus colaboradores cuánto deseaba su jubilación. Tres días después, se encontró siendo el Jefe de la Iglesia universal que cuenta con mil doscientos millones de fieles. No es precisamente la tarea que se reserva para la vejez.
Realmente había esperado encontrar paz y tranquilidad. El hecho de encontrarme de improviso frente a esta tarea inmensa ha sido para mí, como todos saben, un verdadero shock. La responsabilidad, de hecho, es enorme.
Hubo un momento del cual, más tarde, usted dijo haber tenido la impresión de sentir un “hacha” caerle encima.
Sí, en efecto, el pensamiento de la guillotina me ha venido: he aquí, ahora cae y te golpea. Estaba segurísimo de que este cargo no habría estado destinado para mí sino que Dios, después de tantos fatigosos años, me habría concedido un poco de paz y de tranquilidad. Lo único que llegué a decir, que logré aclararme a mí mismo, ha sido: “Evidentemente, la voluntad de Dios es diversa, y para mí comienza algo completamente diverso, algo nuevo. Pero Él estará conmigo”.
En la así llamada “Sala de las lágrimas”, desde el inicio del Cónclave, están listas para el futuro Papa tres vestiduras: una larga, una corta y una media. ¿Qué ha pensado en aquella habitación de la cual se dice que, en ella, más de un nuevo Pontífice se ha quebrado? ¿Es allí que, por última vez, se pregunta: ¿por qué yo? ¿Qué quiere Dios de mí?
En realidad, en aquellos momentos uno está con cuestiones muy prácticas, exteriores: en primer lugar, cómo ajustarse las vestiduras y cosas similares. Sabía que poco después, desde la Logia central, tendría que pronunciar algunas palabras, y comencé a pensar: “¿Qué podría decir?” Por otro lado, desde el momento en que la opción cayó sobre mí, sólo he sido capaz de decir esto: “Señor, ¿qué me estás haciendo? Ahora la responsabilidad es Tuya. ¡Tú me debes conducir! Yo no soy capaz de esto. ¡Si Tú me has querido, ahora debes ayudarme!”. En este sentido, me he encontrado, por así decir, en un diálogo muy apremiante con el Señor para decirle que si hacía una cosa, entonces debía hacer también la otra.
¿Juan Pablo II lo había querido como sucesor?
No lo sé. Creo que ha puesto todo en las manos de Dios.
No obstante, nunca permitió que usted dejase su cargo. Un hecho que podría interpretarse como un argumentum ad silentio, una aprobación tácita para el candidato preferido…
Siempre me ha ratificado en mi cargo, es conocido. Mientras se acercaba mi 75º cumpleaños, cuando se alcanza el límite de edad en que se presentan las renuncias, me dijo: “Ni siquiera es necesario que usted escriba la carta, porque yo lo quiero conmigo hasta el final”. Esta ha sido la grande e inmerecida benevolencia que tuvo conmigo desde el comienzo. Había leído mi libro “Introducción al Cristianismo”. Para él, evidentemente, una lectura importante. Apenas se convirtió en Papa, se había propuesto hacerme venir a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Había puesto en mí una confianza grande, afectuosa, profunda. Era, de algún modo, la garantía del hecho de que, en materia de fe, estuviéramos siguiendo el camino correcto.
Usted visitó a Juan Pablo en su lecho de muerte. Aquella noche, volvió de prisa desde una conferencia en Subiaco, en la cual había hablado de “La Europa de Benito en la crisis de las culturas”. ¿Cuáles han sido las últimas palabras que el Papa moribundo le dirigió?
Estaba sufriendo mucho y, a pesar de todo, estaba muy lúcido. Pero no dijo nada. Le pedí la bendición, que me dio. Entonces nos separamos estrechando las manos con afecto, en la conciencia de que habría sido nuestro último encuentro.
Usted no quería ser obispo, no quería ser prefecto, no quería ser Papa. ¿No se siente, tal vez, un poco de consternación frente al pensamiento de las cosas que siempre nos pasan contra nuestra voluntad?
El hecho es este: cuando al momento de la ordenación sacerdotal se dice “sí”, se puede también tener una idea de lo que podría ser el propio carisma pero también se sabe esto: “Me he puesto en las manos del obispo y, a fin de cuentas, en las manos del Señor. No puedo elegir lo que quiero. Finalmente, debo dejarme guiar”. En realidad, pensaba que mi carisma era ser profesor de teología y fui feliz cuando este sueño mío se realizó. Pero tenía siempre muy claro frente a mis ojos esto: “Estoy en las manos del Señor y debo tener en cuenta la posibilidad de deber hacer cosas que no habría querido”. En este sentido, seguramente ha sido una continua sorpresa el ser “arrancado” de donde estaba y no poder ya seguir el propio camino. Pero, como dije, en aquel “sí” fundamental estaba también incluido esto: “Estoy a disposición del Señor y tal vez un día deberé hacer incluso cosas que no quisiera hacer”.
Usted es hoy el Papa más poderoso de todos los tiempos. Nunca antes la Iglesia Católica ha tenido tantos fieles, nunca una extensión similar, literalmente hasta los confines de la tierra.
Son estadísticas que ciertamente tienen su importancia. Muestran cuán amplia es la Iglesia, cuán amplia es en realidad esta comunidad que abraza razas y pueblos, continentes, culturas y personas de todo género. Pero el poder del Papa no está en estos números.
¿Por qué no?
La comunión con el Papa es de otro tipo, y naturalmente también la pertenencia a la Iglesia. Entre aquellos mil doscientos millones de personas hay muchos que luego, en realidad, en lo íntimo, no forman parte de ella. Ya en sus tiempos decía san Agustín: muchos que parecen estar dentro, están fuera; y muchos que parecen estar fuera, están dentro. En una cuestión como la fe y la pertenencia a la Iglesia Católica, el dentro y el fuera están entrelazados misteriosamente. Stalin tenía razón, efectivamente, cuando decía que el Papa no tiene divisiones y no puede intimar ni imponer nada. No posee tampoco una gran empresa, en la cual, por así decir, todos los fieles de la Iglesia serían sus dependientes o subalternos. En este sentido, por un lado, el Papa es una persona absolutamente impotente. Por otro lado, tiene una gran responsabilidad. Él es, en cierto sentido, la cabeza, el representante, y al mismo tiempo el responsable del hecho de que aquella fe que tiene unidos a los hombres sea creída, que permanezca viva, y que permanezca íntegra en su identidad. Pero únicamente el Señor tiene el poder de conservar a los hombres en la fe. [...]
¿El Papa es realmente “infalible”, en el sentido en que a veces lo presentan los medios masivos? Es decir, ¿es un soberano absoluto cuyo pensamiento y cuya voluntad son ley?
Esto es equivocado. El concepto de la infalibilidad se ha ido desarrollando en el curso de los siglos. Ha nacido frente a la cuestión de si existiese, por alguna parte, un último órgano, un último grado que pudiese decidir. El Concilio Vaticano I – haciendo referencia a una larga tradición que se remontaba a la cristiandad primitiva – estableció finalmente que aquel último grado existe. No queda todo suspendido. En determinadas circunstancias y bajo determinadas condiciones, el Papa puede tomar decisiones vinculantes gracias a las cuales queda claro qué es la fe de la Iglesia y qué no es. Lo que no significa que el Papa pueda continuamente producir “infalibilidad”. Normalmente, el Obispo de Roma se comporta como cualquier otro obispo que profesa la propia fe, la anuncia y es fiel a la Iglesia. Sólo en determinadas condiciones, cuando la tradición es clara y él sabe que en ese momento no actúa arbitrariamente, entonces el Papa puede decir: “esta determinada cosa es fe de la Iglesia y la negación de ella no es fe de la Iglesia”. En este sentido, el Concilio Vaticano I ha definido la facultad de la decisión última: para que la fe pudiera conservar su carácter vinculante.
El ministerio petrino – así explicaba usted – garantiza la concordancia con la verdad y la tradición auténtica. La comunión con el Papa es presupuesto para una fe recta y para la libertad. San Agustín había expresado esta idea de este modo: donde está Pedro, está la Iglesia, y allí está también Dios. Pero es una expresión que viene de otros tiempos, hoy ya no es válida…
En realidad, la expresión no está formulada en estos términos y no es de Agustín, pero ahora no es este el punto. En todo caso, se trata de un axioma antiguo de la Iglesia Católica: donde está Pedro, está la Iglesia. Obviamente el Papa puede tener opiniones personales equivocadas. Pero como he dicho: cuando habla como Pastor Supremo de la Iglesia, en la conciencia de su responsabilidad, entonces ya no expresa su opinión, lo que pasa por su mente en ese momento. En ese momento él es consciente de su gran responsabilidad y, al mismo tiempo, de la protección del Señor; por lo cual, con tal decisión, no llevará a la Iglesia al error sino que, por el contrario, garantizará su unión con el pasado, el presente y el futuro, y sobre todo con el Señor. Este es el nudo de la cuestión y esto es lo que perciben también las otras comunidades cristianas.
Durante un simposio que tuvo lugar en 1977 con ocasión del 80º cumpleaños de Pablo VI, usted pronunció una relación sobre qué y cómo debería ser un Papa. Citando al cardenal inglés Reginald Pole, dijo que un Papa debería “considerarse y comportarse como el más pequeño de los hombres”; que debería admitir “no conocer más que lo que le ha sido enseñado por Dios Padre a través de Cristo”. Vicarius Christi, decía, significa hacer presente el poder de Cristo como contrafuerte al poder del mundo. Y esto no bajo la forma de cualquier dominio sino, más bien, llevando este peso sobrehumano sobre las propias espaldas humanas. En este sentido, el lugar auténtico del Vicarius Christi es la Cruz.
Sí, también hoy considero que esto es verdad. El primado se ha desarrollado desde el inicio como primado del martirio. En los primeros tres siglos, Roma ha sido fulcro y capital de las persecuciones de los cristianos. Hacer frente a estas persecuciones y dar testimonio de Cristo fue la tarea particular de la sede episcopal de Roma. Podemos considerar providencial el hecho de que, en el mismo momento en que el Cristianismo llegó a la paz con el Estado, el imperio se transfirió a Constantinopla, sobre el Bósforo. Roma, por así decir, se convirtió en provincia. De este modo fue más fácil para el Obispo de Roma poner de relieve la independencia de la Iglesia, su distinción del Estado. No es necesario buscar siempre el desencuentro, es claro, sino más bien buscar el consenso, el acuerdo. Pero siempre la Iglesia, el cristiano, y sobre todo el Papa debe ser consciente de que el testimonio que debe dar puede ser escándalo, no ser aceptado y que, por lo tanto, está obligado a permanecer en la condición de testigo de Cristo sufriente. El hecho de que los primeros Papas hayan sido todos mártires tiene su significado. Ser Papa no significa ponerse como un soberano lleno de gloria sino dar testimonio de Aquel que ha sido crucificado, y estar dispuesto a ejercer el propio ministerio también de esta forma, en unión a Él.
Sin embargo, ha habido también Papas que han dicho: el Señor nos ha dado este ministerio, ahora queremos gozarlo.
Sí, también esto forma parte del misterio de la historia de los Papas.
La disponibilidad cristiana a ser signo de contradicción es el hilo conductor de su biografía. Tiene inicio en su casa paterna, donde la oposición a un sistema ateo fue entendida como signo de una existencia cristiana. En el seminario está a su lado un rector que estuvo internado en el campo de concentración de Dachau. Luego comienza su ministerio sacerdotal en una comunidad parroquial cuyos dos predecesores habían sido condenados a muerte por los nazis por ser opositores del régimen. Durante el Concilio, usted no aprueba las directivas demasiado rígidas de la Iglesia. Como obispo, pone en guardia frente a los peligros de la sociedad del bienestar. Como cardenal, se opone a la transformación del núcleo cristiano en obra de corrientes extrañas a la fe. Estas características, ¿influyen también en el enfoque de su Pontificado?
Una larga experiencia forma también el carácter, forja el pensamiento y la acción. Obviamente, no he estado siempre “en contra” por principio. Ha habido también muchas bellas circunstancias de compartir. Pensando en la época en que sido capellán, ya en las familias se percibía el nacimiento del mundo secularizado, y sin embargo había mucha alegría en vivir la fe común – en la escuela, con los niños, con los jóvenes – que yo me sentía literalmente transportado por esa alegría. Y así ha sido también cuando fui profesor. Toda mi vida ha estado siempre atravesada por un hilo conductor, que es este: el Cristianismo da alegría, amplía los horizontes. En definitiva, una existencia vivida siempre y sólo “en contra” sería insoportable. Pero, al mismo tiempo, siempre he tenido presente también, si bien de manera diversa, que el Evangelio se encuentra en oposición a las constelaciones poderosas. En mi infancia y en mi adolescencia, hasta el final de la guerra, obviamente esto ha sido evidente de modo particular. A partir de 1968, la fe cristiana ha entrado en contraste con un nuevo proyecto de sociedad y ha debido hacer frente a ideas ostentadas con prepotencia. Soportar ataques y oponer resistencia forma parte del juego; es una resistencia, sin embargo, que busca resaltar lo que hay de positivo.
Según el Anuario Pontificio, sólo en el 2009 usted ha erigido nueve nuevas diócesis, una prefectura apostólica, dos sedes metropolitanas y tres vicariatos apostólicos. El número de los católicos ha aumentado ulteriormente en diecisiete millones de unidades, como los habitantes de Grecia y de Suiza juntos. En las casi tres mil diócesis, ha nombrado 169 nuevos obispos. Luego están las audiencias, las homilías, los viajes, y las muchas decisiones que tomar. Pero, a pesar de todo esto, usted también ha escrito una gran obra sobre Jesús, cuyo segundo volumen será publicado en breve. Usted tiene hoy 83 años: ¿de dónde saca todo esta fuerza?
En primer lugar, debo decir que todo lo que usted ha citado es signo de cuán viva está la Iglesia. Observándola sólo desde el punto de vista de Europa, parecería en declive. Pero es sólo una parte del conjunto. En otros lugares de la tierra, la Iglesia crece y está viva, y es muy dinámica. En los últimos años, el número de los nuevos sacerdotes ha aumentado en todo el mundo, y también el número de los seminaristas. En el continente europeo experimentamos sólo un determinado aspecto y no también la gran dinámica del despertar que en otras partes existe realmente y que encuentro continuamente en mis viajes y a través de las visitas ad limina de los obispos. Es cierto que realmente este es un esfuerzo casi excesivo para un hombre de 83 años. Gracias a Dios, hay muchos buenos colaboradores. Todo es ideado y realizado en un esfuerzo común. Confío en el hecho de que el buen Dios me da la fuerza que necesito para hacer aquello que es necesario. Sin embargo, me doy cuenta que las fuerzas van disminuyendo.
En todo caso, se tiene la impresión de que todavía puede darnos alguna lección de fitness.
(El Papa ríe). No creo. Naturalmente es necesario disponer de modo sabio del propio tiempo. Y estar atentos a reservar lo suficiente para el reposo. Para que luego, en los momentos en que es necesario, se pueda estar realmente bien presente. En pocas palabras: respetar con disciplina los ritmos de la jornada y saber cuáles son los momentos para los cuales es necesario ahorrar las energías.
¿Usa la bicicleta fija que le había prescrito su anterior médico personal, el dr. Buzzonetti?
No, no tengo el tiempo para ello y, gracias a Dios, en este momento tampoco me hace falta.
Por lo tanto, el Papa es como Churchill: ¡no deportes!
¡Exacto!
Desde la Segunda Logia del Palacio Apostólica, donde se llevan a cabo las audiencias, usted normalmente se retira en torno a las 18, para proseguir todavía con las así llamadas audiencias “di tabella”, con sus más importantes colaboradores. Desde las 20.45 en adelante el Papa está “en privado”. ¿Qué hace un Papa en el tiempo libre, asumiendo que lo tenga?
¿Qué hace? También en el tiempo libre debe examinar documentos y leer actas. Queda siempre mucho trabajo por hacer. Luego, con la familia pontificia – cuatro mujeres de la comunidad de las Memores Domini y los dos secretarios – están las comidas en común, y esto es un momento de distensión.
¿Miráis juntos la televisión?
Miro el noticiero junto a mis secretarios, y alguna vez también un dvd.
¿Qué películas le gustan?
Hay un película muy bella sobre santa Josefina Bakhita, una mujer africana, que hemos visto recientemente. Luego nos gusta Don Camillo y Peppone…
Imagino que conoce de memoria cada episodio.
(El Papa ríe) No todos.
Por lo tanto, existe también un Papa “privado”…
Ciertamente. Junto a la familia pontificia festejamos la Navidad, en los días festivos escuchamos música y conversamos. Celebramos los onomásticos y a veces rezamos juntos las vísperas. En resumen, las fiestas las pasamos juntos. Y luego, junto a las comidas, tenemos en común sobre todo la Santa Misa de la mañana. Es un momento particularmente importante en el cual, a partir del Señor, estamos juntos de modo muy intenso. [...]
¿Su fe ha cambiado desde que, como Supremo Pastor, le fue confiada la grey de Cristo? A veces se tiene la impresión de que su fe, de algún modo, se ha vuelto más misteriosa, más mística.
No soy un místico. Pero es seguramente cierto que, como Papa, hay muchas razones más para rezar y para confiarse completamente a Dios. De hecho, me doy cuenta de que casi todo aquello que debo hacer no podría hacerlo solo. Y ya sólo por esto estoy obligado a ponerme en las manos del Señor y a decirle: “¡Hazlo Tú, si lo quieres!”. En este sentido, la oración y el contacto con Dios son ahora todavía más necesarios pero también más naturales y espontáneos que antes. [...]
¿Y cómo reza el Papa Benedicto?
En lo que respecta al Papa, también él es un pobre mendigo frente a Dios, todavía más que los otros hombres. Naturalmente rezo, en primer lugar, siempre al Señor, al cual estoy vinculado, por así decir, por una antigua amistad. Pero invoco también a los santos. Soy muy amigo de Agustín, de Buenaventura y de Tomás de Aquino. A ellos les digo: “¡Ayúdenme!”. La Madre de Dios es siempre y de todos modos un gran punto de referencia. En este sentido, me inserto en la Comunión de los Santos. Junto a ellos, reforzado por ellos, hablo, luego, también con el buen Dios, sobre todo mendigando, pero también agradeciendo; o contento, simplemente.
Fuente: Avvenire
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo