terça-feira, 29 de março de 2011

El crucifijo en el centro del altar en la Misa “hacia el pueblo”


Columna de teología litúrgica dirigida por Mauro Gagliardi
Por Mauro Gagliardi
ROMA, jueves 24 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Desde tiempos remotos, la Iglesia estableció signos sensibles que ayudaran a los fieles a elevar el alma a Dios. El Concilio de Trento, refiriéndose en particular a la Santa Misa, motivó esta costumbre recordando que “Como la naturaleza humana es tal que sin los apoyos externos no puede fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa madre Iglesia instituyó determinados ritos [...] con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacrificio [la Eucaristía] e introducir las mentes de los fieles, por estos signos visibles de religión y piedad, a la contemplación de las altísimas realidades que en este sacrificio están ocultas” (DS 1746).
Uno de los signos más antiguos consiste en volverse hacia oriente para rezar. Oriente es símbolo de Cristo, el Sol de justicia. “Erik Peterson ha demostrado la estrecha conexión entre la oración hacia oriente y la cruz, conexión evidente como muy tarde en el periodo constantiniano. [...] Entre los cristianos se difundió la costumbre de indicar la dirección de la oración con una cruz sobre la pared oriental en el ábside de las basílicas, pero también en las habitaciones privadas, por ejemplo, de monjes y eremitas” (U.M. Lang, Rivolti al Signore, Siena 2006, p. 32).
“Si se nos pregunta hacia dónde miraban el sacerdote y los fieles durante la oración, la respuesta debe ser: ¡a lo alto, hacia el ábside! La comunidad orante durante la oración no miraba, de hecho, adelante al altar o a la cátedra, sino que elevaba a lo alto las manos y los ojos. Así el ábside llegó a ser el elemento más importante de la decoración de la iglesia, en el momento más íntimo y santo de la actuación litúrgica, la oración” (S. Heid, Gebetshaltung und Ostung in frühchristlicher Zeit, Rivista di Archeologia Cristiana 82 [2006], p. 369 [trad. mía]). Cuando, por tanto, se encuentra representado en el ábside Cristo entre los apóstoles y los mártires, no se trata sólo de una representación, sino más bien de una epifanía ante la comunidad orante. La comunidad entonces “elevaba las manos y los ojos 'al cielo'”, miraba concretamente a Cristo en el mosaico absidial y hablaba con él, le rezaba. Evidentemente, Cristo estaba así directamente presente en la imagen. Dado que el ábside era el punto de convergencia de la mirada orante, el arte proporcionaba lo que el orante necesitaba: el Cielo, desde el que el Hijo de Dios se mostraba a la comunidad como desde una tribuna” (ibid., p. 370).
Por tanto, “rezar y orar para los cristianos de la antigüedad tardía formaba un todo. El orante quería no sólo hablar, sino esperaba también ver. Si en el ábside se mostraba de modo maravilloso una cruz celeste o a Cristo en su gloria celeste, entonces por eso mismo el orante que miraba hacia lo alto podía ver exactamente esto: que el cielo se abría para él y que Cristo se le mostraba” (ibid., p. 374).
El Crucifijo en el centro del altar en la Misa “hacia el pueblo”
De los anteriores apuntes históricos, se deduce que la liturgia no se comprende verdaderamente si se la imagina principalmente como un diálogo entre el sacerdote y la asamblea. No podemos aquí entrar en los detalles: nos limitamos a decir que la celebración de la Santa Misa “hacia el pueblo” es un concepto que entró a formar parte de la mentalidad cristiana sólo en la época moderna, como lo han demostrado estudios serios y lo reafirmó Benedicto XVI: “La idea de que sacerdote y pueblo en la oración deberían mirarse recíprocamente nació sólo en la época moderna y es completamente extraña a la cristiandad antigua. De hecho, sacerdote y pueblo no dirigen uno al otro su oración, sino que juntos la dirigen al único Señor” (Teología de la Liturgia, Ciudad del Vaticano 2010, pp. 7-8).
A pesar de que el Vaticano II nunca tocó este aspecto, en 1964 la Instrucción Inter Oecumenici, emanada del Consilium encargado de llevar a cabo la reforma litúrgica querida por el Concilio, en el n. 91 prescribió: “Es bueno que el altar mayor se separe de la pared para poder girar fácilmente alrededor y celebrar versus populum”. Desde aquel momento, la posición del sacerdote “hacia el pueblo”, aún no siendo obligatoria, se convirtió en la forma más común de celebrar Misa. Estando así las cosas, Joseph Ratzinger propuso, también en estos casos, no perder el significado antiguo de oración “orientada” y sugirió superar las dificultades poniendo en el centro del altar el signo de Cristo crucificado (cf. Teología de la Liturgia, p. 88). Uniéndome a esta propuesta, añadí a mi vez la sugerencia de que las dimensiones del signo deben ser tales que lo hagan bien visible, so pena de poca eficacia (cf. M. Gagliardi, Introduzione al Mistero eucaristico, Roma 2007, p. 371).
La visibilidad de la cruz del altar está presupuesta por el Ordenamiento General del Misal Romano: “Igualmente, sobre el altar, o cerca de él, colóquese una cruz con la imagen de Cristo crucificado, que pueda ser vista sin obstáculos por el pueblo congregado” (n. 308). No se precisa, sin embargo, si la cruz debe estar necesariamente en el centro. Aquí intervienen por tanto motivaciones de orden teológico y pastoral, que en el estrecho espacio a nuestra disposición no podemos exponer. Nos limitamos a concluir citando de nuevo a Ratzinger: “En la oración no es necesario, es más, no es ni siquiera conveniente mirarse mutuamente; mucho menos al recibir la comunión. [...] En una aplicación exagerada y malentendida de la 'celebración de cara al pueblo', de hecho, se han quitado como norma general – incluso en la basílica de San Pedro en Roma – las Cruces del centro de los altares, para no obstaculizar la vista entre el celebrante y el pueblo. Pero la Cruz sobre el altar no es impedimento a la visión, sino más bien un punto de referencia común. Es una 'iconostasis' que permanece abierta, que no impide el recíproco ponerse en comunión, sino que hace de mediadora y que sin embargo significa para todos esa imagen que concentra y unifica nuestras miradas. Osaría incluso proponer la tesis de que la Cruz sobre el altar no es obstáculo, sino condición preliminar para la celebración versus populum. Con ello volvería a estar nuevamente clara también la distinción entre la liturgia de la Palabra y la plegaria eucarística. Mientras en la primera se trata de anuncio y por tanto de una inmediata relación recíproca, en la segunda se trata de adoración comunitaria en la que todos nosotros seguimos estando bajo la invitación: ¡Conversi ad Dominum – dirijámonos al Señor; convirtámonos al Señor!” (Teología de la Liturgia, p. 536).

Fuente:Zenit
Traducción: Inma Álvarez