Pocas horas después de que el presidente de la Conferencia Episcopal Austríaca, cardenal Christoph Schönborn, afirmara, al comienzo de los trabajos de la asamblea de dicha conferencia, que “en la Iglesia debe haber un debate abierto, incluso en la cuestión del celibato”, en L’Osservatore Romano fue publicado un artículo del cardenal Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero, sobre el tema del celibato sacerdotal titulado “Cuestión de radicalidad evangélica”.
Residuo preconciliar y mera ley eclesiástica. Son estas, en definitiva, las principales y más perjudiciales objeciones que reaparecen en el periódico reencenderse del debate sobre el celibato sacerdotal. Y sin embargo, nada de esto como si se mira el magisterio pontificio. El celibato es un don del Señor que el sacerdote está llamado libremente a acoger y a vivir en plenitud.
Si, de hecho, se examinan los textos, se nota en primer lugar la radical continuidad entre el magisterio que ha precedido al concilio y el sucesivo. Aún con acentos a veces sensiblemente diferentes, la enseñanza papal de las últimas décadas, desde Pío XI hasta Benedicto XVI, coincide en fundar el celibato en la realidad teológica del sacerdocio ministerial, en la configuración ontológica y sacramental al Señor, en la participación en su único sacerdocio y en la imitatio Christi que implica. Por lo tanto, sólo una incorrecta hermenéutica de los textos del Vaticano II – comenzando por la Presbyterorum ordinis – podría llevar a ver en el celibato un residuo del pasado del cual hay que liberarse. Y tal posición, además de ser errónea histórica, teológica y doctrinalmente, es también perjudicial en el aspecto espiritual, pastoral, misionero y vocacional.
A la luz del magisterio pontificio es necesario superar también la reducción del celibato, muy difundida en algunos ambientes, a una mera ley eclesiástica. De hecho, es una ley sólo porque es una exigencia intrínseca del sacerdocio y de la configuración a Cristo que el sacramento del Orden determina. En este sentido, la formación al celibato, además de cualquier otro aspecto humano y espiritual., debe incluir una sólida dimensión doctrinal ya que no se puede vivir aquello de lo que no se comprende la razón.
En todo caso, el debate sobre el celibato, que se ha reavivado periódicamente a lo largo de los siglos, ciertamente no favorece la serenidad de las jóvenes generaciones en la comprensión de un dato tan determinante de la vida sacerdotal.
Juan Pablo II, en la Pastores dabo vobis (n. 29), retomando el voto de la asamblea sinodal, afirma: “El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino. El Sínodo solicita que el celibato sea presentado y explicado en su plena riqueza bíblica, teológica y espiritual, como precioso don dado por Dios a su Iglesia y como signo del Reino que no es de este mundo, signo también del amor de Dios a este mundo, y del amor indiviso del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios”.
El celibato es cuestión de radicalismo evangélico. Pobreza, castidad y obediencia no son consejos reservados de modo exclusivo a los religiosos. Son virtudes que deben vivirse con pasión misionera. No podemos bajar el nivel de la formación y, de hecho, de la propuesta de fe. No podemos desilusionar al pueblo santo de Dios, que espera pastores santos como el cura de Ars. Debemos ser radicales en la sequela Christi, sin temer la disminución del número de los clérigos. De hecho, tal número decrece cuando se baja la temperatura de la fe, porque las vocaciones son un asunto divino y no humano. Ellas siguen la lógica divina que es locura a los ojos humanos.
Me doy cuenta, obviamente, que en un mundo secularizado es cada vez más difícil comprender las razones del celibato. Pero debemos tener el coraje, como Iglesia, de preguntarnos si queremos resignarnos a tal situación, aceptando como inevitable la progresiva secularización de las sociedades y de las culturas, o si estamos listos para una obra de profunda y real nueva evangelización, al servicio del Evangelio y, por eso, de la verdad sobre el hombre. Considero, en este sentido, que el motivado apoyo al celibato y su adecuada valorización en la Iglesia y en el mundo pueden representar algunos de los caminos más eficaces para superar la secularización.
La raíz teológica del celibato, por lo tanto, debe hallarse en la nueva identidad que es donada a aquel que recibe el sacramento del Orden. La centralidad de la dimensión ontológica y sacramental y la consecuente estructural dimensión eucarística del sacerdocio representan los ámbitos de comprensión, desarrollo y fidelidad existencial al celibato. La cuestión, entonces, concierne a la calidad de la fe. Una comunidad que no tuviese en gran estima el celibato, ¿qué espera del Reino o qué tensión eucarística podría vivir?
No debemos, entonces, dejarnos condicionar o intimidar por quien no comprende el celibato y quisiera modificar la disciplina eclesiástica, al menos abriendo fisuras. Por el contrario, debemos recuperar la motivada conciencia de que nuestro celibato desafía la mentalidad del mundo, poniendo en crisis su secularismo y su agnosticismo y gritando, en los siglos, que Dios existe y está presente.