segunda-feira, 2 de março de 2009

El último Papa romano


En el 70º aniversario de la elección, en la Sede de Pedro, del gran Papa Pío XII, ofrecemos la traducción de la Buhardilla de la nota editorial publicada hoy por L’Osservatore Romano.

Después de casi tres siglos, el 2 de marzo de 1939 nuevamente era elegido Papa un romano y un secretario de Estado. La elección de los cardenales recayó, setenta años atrás, sobre Eugenio Pacelli, el más cercano colaborador del Pontífice difunto. El designado, que precisamente en ese día cumplía sesenta y tres años, tomó el nombre de Pío XII como homenaje a sus dos predecesores, Sarto y Ratti, a los que había servido principalmente. El cónclave, con sólo tres escrutinios en menos de veinticuatro horas, fue uno de los más rápidos y, por primera vez, participó todo el colegio cardenalicio, incluidos todos los purpurados americanos que habían llegado demasiado tarde a las precedentes elecciones papales.

En una situación internacional que se precipitaba con rapidez hacia el abismo, se abría un pontificado que se revelaría como uno de los más importantes del siglo XX. El nuevo Papa, marcado por una profunda religiosidad y reconocido incluso por severos críticos como Ernesto Buonaiuti, era con toda probabilidad el más preparado y brillante exponente de una diplomacia pontificia que contaba realmente con hombres fuera de lo común, como los dos más estrechos colaboradores del secretario de Estado convertido en sucesor de Pedro, Giovanni Battista Montini y Domenico Tardini, a los que el Papa enseguida confirmó en sus importantes funciones.

Desde el servicio en la Secretaría de Estado bajo Pío X, luego como representante de Benedicto XV en Alemania y, finalmente, como primer colaborador de Pío XI, Pacelli había adquirido una experiencia única y de primera mano, tanto de la situación de la Iglesia como de los asuntos internacionales. Y el Pontífice aprovechó esta experiencia en el servicio papal que, desde el primero hasta el último día, realizó con un cuidado sólo comparable con su preparación, rigurosa y continuamente actualizada. La atención a la modernidad, vivísima ya en el joven Pacelli, estuvo entre los signos característicos del nuevo Papa, como luego habría de reconocer Montini, que en una nota redactada tras la muerte de Pío XII lo definió “amigo de nuestro tiempo” y que – con su sensibilidad, ampliada por el extraordinario quinquenio de Juan XXIII y por el inicio del concilio – siguió los pasos como su segundo sucesor.

Precisamente esta combinación entre la rigurosa preparación teológica, jurídica y espiritual, según las mejores tradiciones del clero de Roma, la apertura internacional, también de algún modo romana, y la marcada atención a la modernidad, permitió a Pacelli – en continuidad con Pío XI y con los Papas que lo habían precedido – ayudar al catolicismo a afrontar, superada la espantosa tragedia de la guerra, la transición hacia una nueva era, marcada por la Iglesia de Roma en primer lugar desde la elección de Juan XXIII y luego, sobre todo, por el Vaticano II, gobernado y concluido por Pablo VI quien puso en marcha la aplicación.

El comienzo del pontificado, sin embargo, estuvo envuelto por la tremenda oscuridad que, en la primera encíclica, Pío XII definió con la expresión evangélica “hora de las tinieblas”. Se abrió, de este modo, el abismo de la guerra y de los indecibles horrores que vinieron con ella – el primero de todos, la Shoah – y al cual Pacelli, inerme como su Iglesia, hizo frente, repitiendo incansablemente palabras de paz y trabajando en silencio para salvar tantas vidas humanas como fuera posible.

Esta obra de paz – continuada en la post-guerra por el apoyo a la reconstrucción y a las elecciones democráticas – fue inicialmente reconocida y luego olvidada, más aún, oscurecida por polémicas instrumentalizadas e históricamente infundadas. A setenta años de la elección de Pacelli parece, en cambio, volver un amplio y más equilibrado consenso sobre su acción durante la guerra y sobre la importancia de su pontificado. Haciendo justicia a la historia, antes incluso que a un gran Papa.

g.m.v

Fuente: L'Osservatore Romano
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo