Publicamos la traducción al español que nos ofrece La Buhardilla de Jerónimo del prólogo escrito por Monseñor Ranjith, Secretario de la Congregación para el Culto Divino, para la edición inglesa del libro “El Cardenal Ferdinando Antonelli y el desarrollo de la reforma litúrgica desde 1948 hasta 1970” de Monseñor Nicola Giampietro.
¿Hasta qué punto la reforma litúrgica post-conciliar refleja en verdad a la “Sacrosanctum Concilium”, la Constitución del Concilio Vaticano II sobre la Sagrada Liturgia? Esta es una cuestión que a menudo ha sido debatida en los círculos eclesiásticos desde el mismo momento en que el Consilium ad Exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia culminó su trabajo. En las últimas dos décadas, ha sido debatida incluso con mayor intensidad. Y mientras algunos han sostenido que lo realizado por el Consilium estuvo en línea con aquel gran documento, otros se han mostrado totalmente en desacuerdo.
En la búsqueda de una respuesta a esta cuestión, debemos tener en cuenta la atmósfera turbulenta de los años que siguieron inmediatamente al Concilio. En su decisión de convocar el Concilio, el Papa Juan XXIII había deseado que la Iglesia se preparara para el nuevo mundo que estaba emergiendo tras la desgracia de los desastrosos acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial. Él previó proféticamente el surgimiento de una fuerte corriente de materialismo y secularismo a partir de las orientaciones nucleares de la era precedente, que había estado marcada por el espíritu de la ilustración, y en la que los valores tradicionales de la antigua visión del mundo ya habían comenzado a ser sacudidos. La revolución industrial, junto con sus tendencias filosóficas antropocéntricas y subjetivistas, especialmente las derivadas de la influencia de Kant, Hume y Hegel, llevaron al surgimiento del marxismo y del positivismo. Esto también provocó la aparición de la crítica bíblica, relativizando hasta cierto punto la veracidad de las Sagradas Escrituras, lo que por su parte tuvo influencias negativas en la teología, generando una actitud que cuestionaba la objetividad de la Verdad establecida y la utilidad de defender las tradiciones e instituciones eclesiásticas. Algunas escuelas de teología se atrevieron incluso a cuestionar doctrinas básicas de la Iglesia. En realidad, el Modernismo ya había sido anteriormente una fuente de peligro para la fe. Es en este escenario que el Papa Juan XXIII sintió que necesitaban encontrarse respuestas más convincentes.
El llamado del Papa a un aggiornamento asumió entonces el carácter de una búsqueda de fortificación de la fe, en orden a hacer más efectiva la misión de la Iglesia y ser capaces de responder convincentemente a estos desafíos. No fue, ciertamente, un llamado a caminar según el espíritu de los tiempos, un ponerse pasivamente a la deriva, ni tampoco un llamado a realizar un nuevo comienzo de la Iglesia, sino un llamado a hacer que el mensaje del Evangelio sirviera de mayor respuesta a las cuestiones difíciles que la humanidad enfrentaría en la era post-moderna. El Papa explicaba el ethos detrás de su decisión cuando declaró: “hoy, la Iglesia está siendo testigo de una crisis dentro de la sociedad. Al tiempo que la humanidad está al borde de una nueva era, aguardan a la Iglesia tareas de una inmensa gravedad y amplitud, como en los más trágicos períodos de su historia. Es cuestión, en definitiva, de poner al mundo moderno en contacto con las energías vivificantes y perennes del Evangelio… a la vista de un doble espectáculo – un mundo que revela una grave pobreza espiritual, y la Iglesia de Cristo, que aún vibra con vitalidad - nosotros… hemos sentido inmediatamente la urgencia del deber de convocar a nuestros hijos para dar a la Iglesia la posibilidad de contribuir más eficazmente a la solución de los problemas de la era moderna” (Constitución Apostólica “Humanae Salutis”, 25 de diciembre de 1961). El Papa continuaba: “el Concilio que se aproxima se reunirá en un momento en el que la Iglesia encuentra muy vivo el deseo de fortificar su fe y de contemplarse a sí misma en su propia sobrecogedora unidad. Al mismo tiempo, siente urgente el deber de dar una mayor eficiencia a su sana vitalidad y de promover la santificación de sus miembros, la difusión de la Verdad revelada, la consolidación de sus organismos” (ibíd.).
Entonces, el Concilio fue básicamente una llamada a un fortalecimiento de la Iglesia desde adentro en orden a prepararla mejor para su misión en medio de las realidades del mundo moderno. Subyacente a estas palabras, estaba también el sentido de estima que el Papa sentía hacia lo que la Iglesia ya era entonces. Las palabras “vibrante con vitalidad” usadas por el Papa para definir el status de la Iglesia en aquel momento, no dejan ver, por cierto, ningún sentido de pesimismo, como si el Papa despreciara el pasado o lo que la Iglesia había conseguido hasta entonces. Es por esto que no se puede pensar justificadamente que, con el Concilio, el Papa haya llamado a un nuevo comienzo. Tampoco fue un llamado a la Iglesia a “des-clasificarse” a sí misma, cambiando o abandonando totalmente sus tradiciones antiquísimas, quedando, por así decir, absorbida por la realidad del mundo que la rodea. De ninguna forma se pidió el cambio por el cambio en sí sino sólo en orden a fortalecer y preparar mejor a la Iglesia para enfrentarse con los nuevos desafíos. En resumen, el Concilio nunca fue llamado a ser una aventura sin rumbo. Se quiso que fuera una experiencia verdaderamente pentecostal.
Aún así, y no obstante lo mucho que los Papas que guiaron este evento insistieron en la necesidad de un verdadero espíritu de reforma, fiel a la naturaleza esencial de la Iglesia, e incluso cuando el Concilio mismo produjo tan bellas reflexiones teológicas y pastorales como Lumen Gentium, Dei Verbum, Gaudium et Spes y Sacrosanctum Concilium, lo que sucedió fuera del Concilio – especialmente dentro de la sociedad en su conjunto y al interno de su círculo de liderazgo filosófico y cultural – comenzó a influenciar negativamente a la Iglesia, creando tendencias que fueron dañinas para su vida y su misión. Estas tendencias, que en ocasiones fueron incluso representadas más virulentamente por ciertos círculos de dentro de la Iglesia, no estaban necesariamente conectadas con las orientaciones o las recomendaciones de los documentos del Vaticano II. Pero de todas formas fueron capaces de sacudir los fundamentos de la fe y de las enseñanzas de la Iglesia en una medida sorprendente. La fascinación de la sociedad con un exagerado sentido de la libertad individual y su inclinación al rechazo de lo permanente o absoluto, junto con otros pensamientos mundanos, tuvieron influencia en la Iglesia, y a menudo fueron justificados en nombre del Concilio. Esta visión también relativizó la Tradición, la veracidad de la doctrina desarrollada, y tendió a idolizar todo lo nuevo. Contenía consigo fuertes tendencias favorables al relativismo y al sincretismo religioso. Para ellos, el Concilio tenía que ser una suerte de nuevo comienzo para la Iglesia. El pasado había terminado su curso. Conceptos básicos y temas como el Sacrificio y la Redención, la misión, la proclamación y la conversión, la adoración como un elemento integral de la Comunión, y la necesidad de la Iglesia para la salvación – todos fueron dejados de lado; mientras que el diálogo, la inculturación, el ecumenismo, la Eucaristía como “Banquete”, la evangelización como “testimonio”, etc., se tornaron más importantes. Fueron despreciados valores absolutos.
El Cardenal Joseph Ratzinger se refirió a este siempre creciente espíritu de relativismo: para él, al verdadero Concilio “se contrapuso, ya durante las sesiones y con mayor intensidad en el período posterior, un sedicente «espíritu del Concilio», que es en realidad su verdadero «antiespíritu». Según este pernicioso anti-espíritu (Konils-Ungeist en alemán), todo lo que es «nuevo»… sería siempre en cualquier circunstancia mejor que lo que se ha dado en el pasado o lo que existe en el presente. Es el antiespíritu, según el cual la historia de la Iglesia debería comenzar con el Vaticano II, considerado como una especie de punto cero” (Informe sobre la fe, 1985). El Cardenal descartaba esta visión como falsa ya que “el Vaticano II no quería ciertamente «cambiar» la fe sino reproponerla de manera eficaz” (ibíd.). También afirmaba que, de hecho, “el Concilio no siguió el derrotero que Juan XXIII había esperado”. Y declaraba que “es necesario también reconocer que – al menos hasta ahora – no ha sido escuchada la plegaria del papa Juan para que el Concilio significase un nuevo salto adelante, una vida y una unidad renovadas para la Iglesia” (ibíd.). Éstas son palabras duras, pero yo diría también muy verdaderas, ya que el espíritu de una exagerada libertad teológica apartó, por así decirlo, al mismo Concilio de sus metas declaradas.
El Consilium ad Exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia tampoco estuvo exento de ser influenciado por este incontenible maremoto del llamado deseo de “cambio” y “apertura”. Posiblemente, algunas de las mencionadas tendencias relativizantes influenciaron también a la Liturgia, minando la centralidad, la sacralidad y el sentido del misterio, y también minando el valor de aquello que la vida litúrgica eclesial había llegado a ser mediante la continua acción del Espíritu Santo en la bimilenaria historia de la Iglesia. Un exagerado sentido de búsqueda de lo antiguo, el antropologismo, la confusión de los roles entre los ordenados y los no ordenados, una ilimitada provisión de espacio para la experimentación – y, de hecho, la tendencia a mirar con suficiencia algunos aspectos de la evolución de la liturgia en el segundo milenio – fueron cada vez más visibles entre ciertas escuelas litúrgicas.
Los liturgistas también tendieron a seleccionar aquellas secciones de la Sacrosanctum Concilium que parecían dar más cabida al cambio o a la novedad, ignorando las demás. Por otra parte, existía un enorme sentido de prisa por efectuar y legalizar los cambios. Se tendió a dar mucho espacio a una forma de mirar a la Liturgia demasiado horizontal. Las normas del Concilio que tendían a restringir tal creatividad, o que eran favorables a “la forma tradicional”, parecieron ser ignoradas. Peor aún, algunas prácticas que Sacrosanctum Concilium no había ni siquiera contemplado fueron permitidas en la liturgia, como la Misa versus populum, la Santa Comunión en la mano, el dejar de lado tanto el latín como el canto gregoriano en favor de cantos e himnos en vernáculo sin mucho espacio para Dios, y la extensión más allá de cualquier límite razonable de la facultad de concelebrar en la Santa Misa. También hubo una extremadamente mala interpretación del principio de “participación activa” (actuosa participatio).
Todo esto tuvo su efecto en la obra del Consilium. Aquellos que guiaron el proceso de cambio, tanto dentro del Consilium como luego en la Sagrada Congregación de Ritos, estuvieron ciertamente influenciados por todas estas tendencias novedosas. No todo lo que ellos introdujeron fue negativo. Mucho del trabajo realizado fue digno de elogio. Pero también se dejó mucho espacio para la experimentación y para la interpretación arbitraria. Estas “libertades” fueron explotadas hasta su máxima expresión por algunos “expertos” litúrgicos, lo que condujo a demasiada confusión. El Cardenal Ratzinger explica cómo “uno se estremece ante el rostro deslucido de la liturgia post-conciliar como ha llegado a ser, o uno se aburre con su banalidad y su falta de standards artísticos…” (La Fiesta de la Fe, 1986). Esto no es para dejar toda la responsabilidad de lo sucedido únicamente en los miembros del Consilium, pero algunas de sus aproximaciones eran “débiles”. De hecho, hubo un espíritu general de “ceder” acríticamente en ciertos puntos al espíritu de muchedumbre entusiasta de la época, incluso dentro de la Iglesia, más visiblemente en algunos sectores y regiones geográficas. Algunos de los que tenían autoridad en la Sagrada Congregación de Ritos también mostraron signos de debilidad en este asunto. Se concedieron demasiados indultos sobre ciertos requerimientos de las normas.
Naturalmente, el “espíritu de libertad” al que algunos sectores de peso en la Iglesia dieron rienda suelta en nombre del Concilio, incluso haciendo vacilar a los que tomaban decisiones importantes, condujo a mucho desorden y confusión, algo que no buscaron ni el Concilio ni los Papas que lo guiaron. La triste afirmación del Papa Pablo VI durante la tormentosa década del ’70, “el humo de Satanás ha entrado en la Iglesia” (Homilía del 29 de junio de 1972, Fiesta de San Pedro y San Pablo), o sus comentarios acerca de las excusas de algunos para impedir la evangelización “sobre la base de ciertas enseñanzas del Concilio” (Evangelii Nuntiandi 80) muestran cómo este anti-espíritu del Concilio hizo más dolorosas sus labores.
A la luz de todo esto, y de algunas consecuencias problemáticas para la Iglesia hoy, es necesario descubrir cómo emergió la reforma litúrgica post-conciliar, y qué figuras o actitudes causaron la presente situación. Es una necesidad a la que, en nombre de la verdad, no podemos renunciar. El Cardenal Ratzinger analizó así la situación: “estoy convencido de que la crisis que estamos experimentando en la Iglesia se debe en gran medida a la desintegración de la Liturgia… cuando la comunidad de fe, la unidad de la Iglesia en todo el mundo y su historia, y el misterio de Cristo Vivo no son ya visibles en la Liturgia, ¿dónde más va a ser la Iglesia visible en su esencia espiritual? Entonces, la comunidad se celebra solamente a sí misma, una actividad que es completamente infructuosa” (Joseph Ratzinger, “Memorias”, 1998). Como decíamos antes, cierta debilidad por parte de aquellos responsables y la atmósfera de relativismo teológico, junto con el sentido de fascinación por la novedad, el cambio, el antropocentrismo, el acento en la subjetividad y el relativismo moral, además de la noción de libertad individual que caracterizó a la sociedad en su conjunto, minaron los valores establecidos de la fe y causaron este deslizamiento hacia la anarquía litúrgica sobre la que hablaba el Cardenal.
Las notas escritas por el Cardenal Antonelli toman, entonces, nueva significación. El Cardenal Antonelli, uno de los miembros más eminentes y más cercanamente involucrados del Consilium que supervisó el proceso de reforma, puede ayudarnos a comprender las polarizaciones internas que influenciaron en las distintas decisiones de la reforma y puede ayudarnos también a tener el coraje de mejorar o cambiar lo que fue introducido erróneamente y que parece ser incompatible con la verdadera dignidad de la Liturgia. El Padre Antonelli ya había sido miembro de la Pontificia Comisión para la Reforma Litúrgica creada por el Papa Pío XII el 28 de mayo de 1948. Fue esta comisión la que trabajó en la reforma de la Liturgia de la Semana Santa y de la Vigilia Pascual, reforma que fue tratada por la misma con mucho cuidado. Esa misma comisión fue reconstituida por el Papa Juan XXIII en mayo de 1960 y, tiempo después, el Padre Antonelli formó parte del grupo que trabajó en la redacción de la Constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium. Por todo esto, él estuvo muy cercanamente involucrado en el trabajo de reforma desde sus mismos principios.
Con todo, su rol en el movimiento de reforma parece haber sido en gran parte desconocido hasta que el autor de este libro, “El Cardenal Ferdinando Antonelli y el desarrollo de la reforma litúrgica desde 1948 hasta 1970”, Monseñor Nicola Giampietro, tuvo acceso a sus notas personales y decidió presentarlas en un estudio. Este estudio, que fue también la disertación para el doctorado de Monseñor Giampietro en el Pontificio Instituto Litúrgico de San Anselmo en Roma, nos ayuda a comprender los complejos trabajos internos de la reforma litúrgica previos e inmediatamente posteriores al Concilio. Las notas del Cardenal Antonelli revelan a un gran hombre de fe y de la Iglesia que se esfuerza por conformarse con algunas de las corrientes que influenciaron el trabajo del Consilium ad Exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia. Lo que escribió en este diario revela cándidamente sus sentimientos de gozo pero también de dolor y a veces de miedo ante la forma en que las cosas se estaban haciendo, las actitudes de algunos de los personajes principales, y el sentido aventurero que caracterizó a algunos de los cambios que fueron introducidos. Este libro está bien hecho. Ha sido citado por el mismo Cardenal Joseph Ratzinger en un artículo que escribió en la bien conocida revista litúrgica “La Maison-Dieu”, titulado “Respuesta del Cardenal Ratzinger al Padre Gy” (La Maison-Dieu, 230, 2002/2, p. 116). Sobre todo, es un oportuno estudio que nos ayudará a ver el otro lado de las presentaciones más que eufóricas de la reforma conciliar por parte de otros autores contemporáneos.
La publicación en inglés de este interesante estudio contribuirá grandemente, estoy seguro, al ya existente debate sobre la reforma litúrgica post-conciliar. Lo que más claro queda al lector de este estudio es lo que el Cardenal Joseph Ratzinger declaró: “el verdadero tiempo del Vaticano II aún no ha llegado” (Informe sobre la fe, 1985). La reforma debe continuar. Una necesidad inmediata parece ser la reforma del Misal reformado de 1969, dado que un número de cambios que se originaron con la reforma post-conciliar parecen haber sido introducidos con precipitación e irreflexivamente, como declara repetidamente el mismo Cardenal Antonelli. Se necesita corregir la dirección, para que los cambios se hagan verdaderamente en línea con la misma Sacrosanctum Concilium, y se debe ir incluso más lejos, según el espíritu de nuestro propio tiempo.
Y lo que nos impele a tales cambios no es meramente el deseo de corregir los errores pasados sino la necesidad de ser fieles a lo que la Liturgia es y significa para nosotros, y a lo que el Concilio mismo definió que la liturgia es. Porque, como declaró el Cardenal Ratzinger, “la cuestión de la Liturgia no es periférica: el Concilio mismo nos recuerda que en ésta tratamos con el corazón mismo de la fe cristiana” (ibíd.). Lo que necesitamos hoy es no sólo comprometernos en una honesta valoración de lo que sucedió sino también tomar decisiones audaces y valientes para poner el proceso en movimiento. Necesitamos identificar y corregir las orientaciones y decisiones erróneas, apreciar con coraje la tradición litúrgica del pasado, y asegurar que la Iglesia redescubra las verdaderas raíces de su riqueza y grandeza espiritual, incluso si eso significa reformar a la misma reforma, asegurando así que la Liturgia se transforme verdaderamente en la “expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra” (Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Post-sinodal Sacramentum Caritatis, del 22 de febrero del 2007, 35).
Arzobispo Malcolm Ranjith
Secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
8 de Diciembre 2008, Fiesta de la Inmaculada Concepción de María.
Fuente: The New Liturgical Movement
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo