"Nuestra unidad en el canto es una magnífica expresión de lo que significa ser católico, de lo que es ampliar nuestro pensamiento y nuestra vida más allá de los límites del tiempo y del espacio".
Es probable que algunos hayan tenido en mente la canción en la comida o al hacer deportes por la tarde. Tal vez algunos la cantarán en sus mentes antes de ir a dormir a la noche y quizá la recordarán también por la mañana.
Esto no era así solo unas semanas atrás, cuando prácticamente nadie en la parroquia conocía esta canción. Ahora es una realidad viva en sus vidas y la han agregado al depósito intelectual y estético de su comprensión de lo que constituye la marca de la fe católica. Esta canción se suma a mil otros signos – desde el agua bendita hasta las cuentas del Rosario – de lo que significa ser católico.
Personalmente, esto me es muy satisfactorio. Por supuesto, es sólo un canto. El Libro de Canto parroquial incluye 70 de estos. Hay centenas más que calificarían como música popular. Ojalá todos las conociéramos de memoria.
Entonces empecé a pensar el “por qué”. Después de todo, no se trata de “música ritual”, en el sentido de ser textos de la Misa. Estos himnos no son “propios”, ni partes de los cantos ordinarios de la Misa. Son himnos, y tienen vida propia fuera de los libros litúrgicos. En la Misa, se usan en los momentos en que el ritual se detiene, y estamos experimentando un período de contemplación.
Actualmente, tendemos a considerar a estos cantos como una música de alto calibre, característico de una “celebración solemne”, pero en realidad esto no es históricamente correcto. Esta música ha de ser considerada como la verdadera música popular católica. Tiene sus orígenes en la piedad, enraizados en la expresión popular de nuestra fe, cantados por todos los católicos de todos los tiempos, y su presencia continua durante mil años y más – con algunos de estos cantos pertenecientes al período patrístico – habla de su calidad musical y de su calidad como verdadera expresión del sentido de la fe.
Estas cortas melodías tienen una capacidad especial para unir a las personas en el canto, tema que puede sonar como un cliché hasta que consideramos qué es precisamente lo que los católicos quieren decir con la palabra “unir”. No es una unidad del tipo trivial, perteneciente solamente a aquellos que están presentes en el momento. Raramente se logra ese tipo de unidad en el ambiente parroquial, dada la tendencia natural de los católicos a evitar ser encerrados en actividades grupales. Además, hay que contar con que una cuarta parte de la congregación se resistirá consistentemente a cantar, sin importar cuán convincente sea el cantor o cuán familiar sea el canto.
Por unidad, entonces, queremos significar lo que está unido más allá de las líneas geográficas y nacionales e incluso a través del tiempo, extendiéndose por generaciones y generaciones. Nuestras voces se unen con gente que no conocemos y que no podríamos conocer. Ésta es una forma mística de unidad que prescinde del espacio físico que experimentamos con nuestros sentidos. Sólo podemos imaginarnos a la gente que mil años atrás cantaba estas mismas melodías con las mismas palabras en la misma Misa durante el mismo tiempo litúrgico. No sabemos y no podemos imaginarnos cómo eran sus vidas, qué ropa usaban, qué comían, cómo pensaban y hablaban, cuáles eran sus pruebas y sus problemas, sus gozos y sus temores; pero podemos, después de todo, cantar los mismos cantos que ellos cantaron. Así, nuestra unidad en el canto es una magnífica expresión de lo que significa ser católico, de lo que es ensanchar nuestro pensamiento y nuestra vida más allá de los límites del tiempo y del espacio.
Entonces podemos comprender la importancia del latín. Las melodías están hechas de forma que se acomoden al texto y lo expresen lo más hermosamente posible. Adaptarlas a otro idioma es posible pero esto las despoja de un importante aspecto de unidad, y el canto se convierte en uno diferente, con reminiscencias del original pero no la cosa real. Además, la música es una gran camino para que los católicos post-conciliares superen sus fobias ante el latín.
Pero debemos ir más lejos y preguntar por qué debiera importar que un grupo particular de católicos llegue a conocer un grupo particular de himnos. Es posible que ellos los enseñen a sus hijos, y que el canto viva y se difunda, y entonces habremos hecho una contribución a la continuidad histórica. Pero quizá no lo enseñen a otros. Puede ser que se muden a otra ciudad, o que olviden el canto después de la Cuaresma, y eventualmente, claro está, todos moriremos y nuestra capacidad de transmitir estas canciones morirá con nosotros.
Entonces, ¿por qué hacerlo? Es una cuestión de obligación que todos tenemos de ayudar a hacer la fe tan bella como podamos, en nuestro tiempo y espacio, en la medida en que podamos. Cantamos estos cantos por la misma razón por la que plantamos flores en nuestros jardines y en las jardineras de las ventanas. Las flores, como los cantos, viven sólo por un breve tiempo. Al final se mueren, y si uno no se ocupa, la tierra vuelve a su estado natural, sin flores ni belleza.
¿Por qué plantamos, entonces? Porque la belleza provoca en nosotros un cierto idealismo que mejora el mundo en el que vivimos y nos da un vislumbre de algo glorioso y eterno. Aprendemos de las flores que podemos hacer una contribución a mejorar nuestro mundo, y las flores contribuyen a mejorarnos como personas, dándonos una perspectiva y una imagen más clara de que lo que parece imposible, de hecho es posible. Plantarlas es una forma de entrar en el esfuerzo continuado, hecho por cada generación, de traer color y luminosidad al valle de lágrimas en el que vivimos.
Me gusta pensar sobre el trabajo de un músico en la Iglesia como en la entrada en una corriente de agua que comenzó a brotar al comienzo de la Vida de Cristo. Esta corriente crece y crece con el tiempo, y en ocasiones se frena, pero continúa existiendo y moviéndose solamente hacia delante. Pasamos muy pocos años sobre esta tierra, pero tenemos la oportunidad de formar parte de esta corriente de música, y de hacer una contribución en la transmisión desde el pasado hacia el futuro.
Cuando cantamos estos cantos, nuestras voces se hacen parte de esta agua y de su continuo movimiento. Al hacer esto, los músicos le damos a nuestras vidas un significado que va más allá del tiempo. Tenemos parte en el gran esfuerzo de teñir el mundo con el arte cristiano, un arte que señala a la grandiosa verdad que buscamos y que da sentido a nuestras vidas.
Para escuchar el himno Ave Regina Caelorum
Fuente: The New Liturgical Movement
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
Tomamos de La Buhardilla la traducción de un artículo de Jeffrey Tucker sobre el latín y la música popular católica, publicado en The New Liturgical Movement.
Parte de nuestra ambición como ‘schola’ es hacer regresar a la vida de los católicos los himnos populares de todas las épocas. Por eso, este año hicimos el esfuerzo de cantar la antífona mariana para la Cuaresma – Ave Regina Caelorum – cada semana, después de la Comunión. La hemos puesto en el programa cada semana y la hemos cantado sin faltar. Hoy, en la quinta semana, el pueblo se unió al canto como si le fuera propio. Ahora es parte de su experiencia de la fe.Es probable que algunos hayan tenido en mente la canción en la comida o al hacer deportes por la tarde. Tal vez algunos la cantarán en sus mentes antes de ir a dormir a la noche y quizá la recordarán también por la mañana.
Esto no era así solo unas semanas atrás, cuando prácticamente nadie en la parroquia conocía esta canción. Ahora es una realidad viva en sus vidas y la han agregado al depósito intelectual y estético de su comprensión de lo que constituye la marca de la fe católica. Esta canción se suma a mil otros signos – desde el agua bendita hasta las cuentas del Rosario – de lo que significa ser católico.
Personalmente, esto me es muy satisfactorio. Por supuesto, es sólo un canto. El Libro de Canto parroquial incluye 70 de estos. Hay centenas más que calificarían como música popular. Ojalá todos las conociéramos de memoria.
Entonces empecé a pensar el “por qué”. Después de todo, no se trata de “música ritual”, en el sentido de ser textos de la Misa. Estos himnos no son “propios”, ni partes de los cantos ordinarios de la Misa. Son himnos, y tienen vida propia fuera de los libros litúrgicos. En la Misa, se usan en los momentos en que el ritual se detiene, y estamos experimentando un período de contemplación.
Actualmente, tendemos a considerar a estos cantos como una música de alto calibre, característico de una “celebración solemne”, pero en realidad esto no es históricamente correcto. Esta música ha de ser considerada como la verdadera música popular católica. Tiene sus orígenes en la piedad, enraizados en la expresión popular de nuestra fe, cantados por todos los católicos de todos los tiempos, y su presencia continua durante mil años y más – con algunos de estos cantos pertenecientes al período patrístico – habla de su calidad musical y de su calidad como verdadera expresión del sentido de la fe.
Estas cortas melodías tienen una capacidad especial para unir a las personas en el canto, tema que puede sonar como un cliché hasta que consideramos qué es precisamente lo que los católicos quieren decir con la palabra “unir”. No es una unidad del tipo trivial, perteneciente solamente a aquellos que están presentes en el momento. Raramente se logra ese tipo de unidad en el ambiente parroquial, dada la tendencia natural de los católicos a evitar ser encerrados en actividades grupales. Además, hay que contar con que una cuarta parte de la congregación se resistirá consistentemente a cantar, sin importar cuán convincente sea el cantor o cuán familiar sea el canto.
Por unidad, entonces, queremos significar lo que está unido más allá de las líneas geográficas y nacionales e incluso a través del tiempo, extendiéndose por generaciones y generaciones. Nuestras voces se unen con gente que no conocemos y que no podríamos conocer. Ésta es una forma mística de unidad que prescinde del espacio físico que experimentamos con nuestros sentidos. Sólo podemos imaginarnos a la gente que mil años atrás cantaba estas mismas melodías con las mismas palabras en la misma Misa durante el mismo tiempo litúrgico. No sabemos y no podemos imaginarnos cómo eran sus vidas, qué ropa usaban, qué comían, cómo pensaban y hablaban, cuáles eran sus pruebas y sus problemas, sus gozos y sus temores; pero podemos, después de todo, cantar los mismos cantos que ellos cantaron. Así, nuestra unidad en el canto es una magnífica expresión de lo que significa ser católico, de lo que es ensanchar nuestro pensamiento y nuestra vida más allá de los límites del tiempo y del espacio.
Entonces podemos comprender la importancia del latín. Las melodías están hechas de forma que se acomoden al texto y lo expresen lo más hermosamente posible. Adaptarlas a otro idioma es posible pero esto las despoja de un importante aspecto de unidad, y el canto se convierte en uno diferente, con reminiscencias del original pero no la cosa real. Además, la música es una gran camino para que los católicos post-conciliares superen sus fobias ante el latín.
Pero debemos ir más lejos y preguntar por qué debiera importar que un grupo particular de católicos llegue a conocer un grupo particular de himnos. Es posible que ellos los enseñen a sus hijos, y que el canto viva y se difunda, y entonces habremos hecho una contribución a la continuidad histórica. Pero quizá no lo enseñen a otros. Puede ser que se muden a otra ciudad, o que olviden el canto después de la Cuaresma, y eventualmente, claro está, todos moriremos y nuestra capacidad de transmitir estas canciones morirá con nosotros.
Entonces, ¿por qué hacerlo? Es una cuestión de obligación que todos tenemos de ayudar a hacer la fe tan bella como podamos, en nuestro tiempo y espacio, en la medida en que podamos. Cantamos estos cantos por la misma razón por la que plantamos flores en nuestros jardines y en las jardineras de las ventanas. Las flores, como los cantos, viven sólo por un breve tiempo. Al final se mueren, y si uno no se ocupa, la tierra vuelve a su estado natural, sin flores ni belleza.
¿Por qué plantamos, entonces? Porque la belleza provoca en nosotros un cierto idealismo que mejora el mundo en el que vivimos y nos da un vislumbre de algo glorioso y eterno. Aprendemos de las flores que podemos hacer una contribución a mejorar nuestro mundo, y las flores contribuyen a mejorarnos como personas, dándonos una perspectiva y una imagen más clara de que lo que parece imposible, de hecho es posible. Plantarlas es una forma de entrar en el esfuerzo continuado, hecho por cada generación, de traer color y luminosidad al valle de lágrimas en el que vivimos.
Me gusta pensar sobre el trabajo de un músico en la Iglesia como en la entrada en una corriente de agua que comenzó a brotar al comienzo de la Vida de Cristo. Esta corriente crece y crece con el tiempo, y en ocasiones se frena, pero continúa existiendo y moviéndose solamente hacia delante. Pasamos muy pocos años sobre esta tierra, pero tenemos la oportunidad de formar parte de esta corriente de música, y de hacer una contribución en la transmisión desde el pasado hacia el futuro.
Cuando cantamos estos cantos, nuestras voces se hacen parte de esta agua y de su continuo movimiento. Al hacer esto, los músicos le damos a nuestras vidas un significado que va más allá del tiempo. Tenemos parte en el gran esfuerzo de teñir el mundo con el arte cristiano, un arte que señala a la grandiosa verdad que buscamos y que da sentido a nuestras vidas.
Para escuchar el himno Ave Regina Caelorum
Fuente: The New Liturgical Movement
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo